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Solemnidad de la Santísima Trinidad ciclo A

Sagrada Escritura

Ex 34,3b_6.8_9
Dn 3,52_56
2Co13,11_13
Jn 3,16_18

1. Nexo entre las lecturas

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes (2L) Con este saludo trinitario se nos manifiesta el sentido de esta solemnidad litúrgica. La iglesia en este día quiere adentrarse en el misterio uno y trino de Dios y de su incomparable amor por el género humano. La lectura del libro del Éxodo nos narra el momento misterioso en el que, en el Sinaí y en forma de nube, Dios se revela a Moisés como el Señor compasivo y misericordioso. (1L). La petición que hace Moisés a continuación conmueve el corazón: Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros… perdona nuestros pecados y tómanos como heredad tuya. En La segunda lectura (2L), Pablo habla del Dios del amor que ofrece la paz a los corazones. En este día, por tanto, nos introducimos de algún modo en la intimidad de Dios. Lo contemplamos como Dios trino y uno. Dios paciente y misericordioso. Nos revela su vida íntima y nos invita a compartir de un modo inefable esta vida por la adopción como Hijos suyos. En efecto Dios ha amado tanto al mundo que entregó a su Hijo unigénito para que todo el que crea tenga la vida eterna. (EV) Dios quiere que el hombre tenga vida y la tenga en abundancia.

2. Mensaje doctrinal

Un misterio

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. En esta fiesta se acoge el misterio de la revelación de Dios: tanto ha amado al mundo que llegó a la donación hecha redención en su Hijo Unigénito. Es el bautismo el que nos da la posibilidad en entrar en el intimidad divina. El cristiano bautizado es testigo, confidente del misterio trinitario. La Iglesia conserva este dogma como el misterio más profundo que le confió el Señor y lo mantiene, en la oración, como herencia viva y preciosa a través de los siglos. La exhortación de Gregorio Nacianceno en el siglo IV revela muy bien el pensamiento de la Iglesia desde los primeros siglos:

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje…Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero…Dios los Tres considerados en conjunto…No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo… »(Or. 40,41: PG 36,417).

Dios se ha dado a conocer como comunión de vida y de amor: un Dios que en sí mismo no está aislado, sino que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La comunión trinitaria en Dios es la realidad más profunda y más perfecta. El catecismo nos dice en el número 258 : «Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): «uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas» (Cc. de Constantinopla II: DS 421)».

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes

Con estas palabras comienza el saludo trinitario paulino. En efecto, es la experiencia de fe y de vida cristiana la que llevo a Pablo a formular esta bella bendición usada ahora en cada Celebración Eucarística.
El cristiano experimenta a lo largo de su vida la gracia de Cristo que es el don de la redención. Con la recepción de los sacramentos actualiza y hace propios los dones que le deja Cristo. Él nos introduce en calidad de Hijos adoptivos en el misterio trinitario. «Por medio de Cristo tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre». (Ef 2,18).
Experimentar el amor del Padre es experimentar la realidad de su Providencia divina. Al Padre se le atribuye la creación de cuanto existe; y su conservación. Dios Padre es rico en misericordia y bondad, tardo a la ira y clemente; lo experimentamos al ver la pequeñez y debilidad de nuestro ser. Dios Padre ha querido introducirnos en su misma intimidad al enviarnos a Jesucristo, camino que nos lleva a Él.
El Espíritu Santo mora en nosotros, actúa en nuestra oración. Cuanto hacemos en la vida sobrenatural es bajo su influencia. Inspira a la mente, mueve la voluntad, alienta las virtudes etc. para que en Él glorifiquemos con Cristo a Dios Padre.

La Trinidad y la vida cristiana

Por medio de las virtudes teologales, que nos elevan al nivel sobrenatural, podemos experimentar una amistad creciente con cada una de las Personas divinas. Esto es lo que pretende la Liturgia de hoy. En esta experiencia misteriosa se fundan la alegría, la paz operante, el ideal de santidad y de perfección personal y comunitaria, la concordia fraterna y el fervor entusiasta que deben caracterizar toda la comunidad eclesial. La fe nos permite aceptar el misterio en cuanto misterio, pero que se nos revela y busca una mejor comprensión. La fe nos ayuda a ver que Dios es la verdad misma y no puede engañarse ni engañarnos. La esperanza nos infunde confianza y firme seguridad de que llegaremos a gozar de la eternidad gozosa a pesar de las dificultades de esta vida. El amor, finalmente, nos hace donarnos sin límites para reflejar la gloria y la bondad de Dios en nuestros hermanos los hombres. Ya desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama _dice el Señor_ guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Hagamos nuestra la oración de santa Isabel de la Trinidad: «Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora».

3. Sugerencias pastorales

En una sociedad como la nuestra, que por una parte tiene sed del misterio de Dios, pero por otra, se aleja de la práctica litúrgica y sacramental de la Iglesia, nos conviene ayudar a nuestros fieles a descubrir por experiencia las maravillas y tesoros de nuestra fe en la Trinidad. No basta una formulación teórica -que también es importante-. No basta saber que Dios es uno en tres personas, es necesario que este misterio se viva de modo experiencial. Debemos promover todo aquello que ayude para que nuestros fieles sientan y experimenten el amor de Dios Padre, la amistad profunda y generosa con Cristo Señor, la presencia amorosa del “dulce huésped de sus almas”. Ciertamente, ayudará mucho la predicación, pero no cabe duda que el mejor modo de transmitir a Dios es haciendo uno mismo la experiencia de Dios. Conocemos muchas personas ignorantes en cuanto a ciencia, pero sabias en cuanto a experiencia de Dios. Carecen de la instrucción más básica y, sin embargo, han hecho una profunda experiencia de Dios que pueden transmitir a los demás sencilla y bellamente.

En este sentido, qué importantes se revelan las primeras oraciones que aprenden los niños de labios de sus madres, o de sus educadoras en la catequesis. Esas oraciones, aprendidas bajo el calor del hogar, acompañan al hombre en las más variadas vicisitudes de la vida. El misterio trinitario se hace así, el misterio del amor, el misterio que se adentra en el corazón del hombre, el misterio por el que el hombre aprende a relacionarse con Dios. Con un Dios trascendente y a la vez un Dios íntimo que inhabita en el alma.

En la catequesis podemos hacer hincapié en aquellos signos trinitarios que practicamos diariamente como son: el acto de signarse, el rezo del Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo, la bendición de la mesa o de otros momentos del día. Romano Guardini decía de forma muy bella, acerca de la señal de la cruz: «¿Haces el signo de la Cruz? Hazlo bien. No como un gesto estropeado, precipitado, que carezca de sentido. ¡No! Un signo de la cruz, un verdadero «signo», es lento, amplio, desde la frente al pecho, desde un hombro a otro. ¿No sientes cómo este gesto te envuelve todo entero, cómo en cierto sentido te abraza? Recógete: concentra en ese signo todos tus pensamientos y todo tu corazón. Mira como sus dos líneas recorren todo tu ser: de la frente al pecho, de un brazo al otro. Lo sentirás como un abrazo; te estrecha así; te consagra y te santifica todo entero: cuerpo y alma.[…] Entre los símbolos sagrados ninguno tan santo como éste. Hazlo bien, lento; amplio, con atención. Entonces sí, este signo impregnará con su eficacia todo tu ser: tu interior, tu exterior, tus pensamientos y tus deseos, tu corazón y tus sentidos, todo; lo fortificará, lo signará, lo santificará por la fuerza de Cristo, en el nombre de Dios en las Tres Personas». GUARDINI, ROMANO, Los signos sagrados. El signo de la cruz.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC