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Solemnidad Epifanía del Se´ñor (ciclo A)

  1. Nexo entre las lecturas

            La fiesta de la Epifanía del Señor está dominada por el signo de la luz que vence a las tinieblas. La primera lectura anuncia que sobre Jerusalén brilla una nueva y radiante luz. Usa una bella expresión: “Amanece el Señor” que indica que Dios es luz, es verdad, es amor (1L). Esta luz es capaz de vencer la oscuridad del pecado y de las tinieblas en las que el hombre se había sumergido. Los pueblos paganos, que eran obscuridad, han visto una gran luz; ahora son coherederos, llamados a ser miembros del Cuerpo de Cristo y partícipes de las promesas (2L) Queda así subrayado el carácter universal de la misión redentora de Cristo. Los magos, personajes misteriosos y símbolo de todos los pueblos, son guiados por la estrella de la fe. Se ponen en camino sin saber a dónde los conduciría la estrella. Perseveran en su propósito de llegar hasta Jesús (EV). Este día de Epifanía pone de relieve, por tanto, el carácter real y  universal de Cristo Señor y su manifestación a todos los pueblos.    

  1. Mensaje doctrinal

 

  1. Jesucristo reina universalmente sobre todos los pueblos y se manifiesta al mundo.

            En la fiesta de la Epifanía del Señor se subraya el sentido de su manifestación a los gentiles y la importancia de la fe, que lleva al conocimiento de Dios y de su glorificación. La luz se puede contemplar en tres niveles: la luz de la estrella que dirige a los magos a Jesús; la luz de la fe que dirige nuestros pasos por la vida y nos introduce, ya desde este mundo, en la vida eterna; la luz de la visión que es la gracia consumada y el gozo eterno en la contemplación de Dios. Así, la fiesta de la Epifanía pone de relieve la tensión escatológica y la tensión de la Iglesia peregrina que se encamina a la luz indefectible, a la patria eterna.

            En el niño de Belén los magos reconocen al Señor que se les manifiesta y se postran ante él ofreciendo también ellos sus dones. Al don de la manifestación del Señor corresponde el don de la contemplación y de la entrega por parte del hombre. El hombre entra en el ámbito de la manifestación de la Gloria de Dios, queda cautivado por su belleza y por su poder y, a continuación, se siente invitado a tomar parte en esa misma gloria mediante su propia donación. Este “tomar parte” es algo específicamente cristiano. Es una consecuencia de esa unión que se ha establecido entre el Verbo encarnado y todo hombre.  Aquí, el misterio de la Encarnación, ya contemplado en la Navidad, se expande y se explica en el misterio del cuerpo místico. La Epifanía es pues la fiesta de la Iglesia, de la nueva Jerusalén que se reviste de luz para que hacia ella caminen todos los pueblos y todas las naciones, Sacramento universal de salvación (cf. Is 60, 3-6) El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas y particularmente en la nuestra es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús (San Juan Pablo II, enc. Redemptor Hominis, 10).

 

  1. La Palabra era la luz verdadera

            En el Antiguo Testamento la luz tiene un fuerte simbolismo. Ella conduce hacia Dios, hace practicable el camino (cf. Pr 4, 18-19; Is 9,1; 45,7). Así como en la antigüedad la luz dirigía los pasos del pueblo de Israel, así ahora −y de modo más excelente− el Verbo encarnado conduce los caminos de los hombres hacia Dios. En la Epifanía, esta luz de Cristo se difunde por todos los rincones del mundo. Su función es universal y desea iluminar y transformar toda situación humana venciendo las tinieblas del mal, del pecado y de la muerte. No hay nada propiamente humano que no encuentre eco en el corazón de Cristo y de la Iglesia.  El hombre guiado por Cristo es luz, hijo de la luz y ya no obra las tinieblas. El cristiano, aun en medio de las angustias y tribulaciones de la vida, debe ser un hombre en el que brille la luz de la fe y de la esperanza. Está llamado a ser luz y a iluminar con el evangelio los avatares de la existencia de los hombres. Es un hombre de Dios, que vive en Dios y para Dios.

En una hermosa intuición escribe el papa Francisco en la encíclica Lumen Fidei. n.11: “Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal”.

  1. Sugerencias pastorales

 

  1. Caminar en la luz

            La vida humana es una verdadera peregrinación: salimos de Dios y nos dirigimos con diligencia hacia Dios. Vamos todos hacia “la Casa del Padre”. No podemos detenernos, somos viandantes por vocación y debemos, como los magos, ponernos siempre en camino. Sin embargo, no se puede caminar en la oscuridad : Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va (Jn 12, 35). Podemos interpretar esta luz de tres modos:

  • La luz de la vida de gracia. Es decir, la vida de amistad y unión con Dios. Por medio de la gracia nos convertimos en templos de Dios en los que mora la Trinidad. Quien no vive en gracia camina en tinieblas. Yace en tinieblas de muerte. Sus obras carecen de mérito sobrenatural, su rostro es sombrío y no refleja el rostro de Dios. La felicidad huye de él y se esconde de Dios. La gracias vale más que la vida y hay que defenderla con todas las fuerzas de nuestra alma. Quien vive en pecado es esclavo y vive en la muerte. (cf. San Juan Pablo II, carta apostólica Novo millennio ineunte, )

 

  • La luz de la fe: la fe es una virtud propia del espíritu, con la cual comienza en nosotros la vida eterna (Santo Tomás de Aquino). Por eso la fe se suele comparar a la luz. Así como la luz natural nos da la proporción de los objetos, su colocación en el espacio, sus dimensiones, sus colores etc. así con la fe, a la luz de la eternidad, alcanzamos un verdadero conocimiento de la realidad y de la existencia humana. La fe ilumina todos los acontecimientos y avatares de la vida. Sin fe en Jesucristo, nuestro salvador, la vida y la muerte no encuentran su último sentido. Por eso, nada mejor podemos hacer a un alma que conducirla a la fe en Cristo Jesús.

 

  • La luz de la Sagrada Escritura. La estrella que nos induce a ir hacia Cristo, según el pensamiento de algunos Santos Padres, es la Sagrada Escritura, la Biblia. El desconocimiento de la Escritura es el desconocimiento de Cristo, escribía san Jerónimo. Por eso, hará bien el cristiano en familiarizarse con la Sagrada Escritura. La mente humana encuentra muchas limitaciones e incertezas, es la Palabra de Dios fielmente interpretada, la que conduce a la verdad. (cf. Novo millennio ineunte, 39)

 

  1. Ponerse en camino

            Seguramente más de una vez hemos sentido la exigencia del corazón de “ponernos en camino hacia Dios”, de dejar viejas seguridades humanas  para salir al encuentro de Cristo amparados únicamente en la fe, así como lo hicieron los magos o los grandes personajes del Antiguo y Nuevo Testamento: Abraham, Moisés, José, Pedro, los apóstoles… Sentimos que debemos hacer algo, salir del propio encerramiento, del propio egoísmo, arriesgar la vida por Cristo, por los demás, vivir en la verdad y en el amor. Por eso, la imagen de los mártires nos atrae tanto; en ellos vemos un ideal que quisiéramos realizar en nosotros mismos pues se confiaron sin medida en Dios y su promesa.  Ante las circunstancias dramáticas que vive el mundo y la Iglesia, san Juan Pablo II invitaba a “ponernos en camino y a no temer” a no dejar morir en nuestro corazón la llamada a una vida más plena. En concreto nos invita ahora a “remar mar adentro” en la existencia humana para anunciar el misterio de Cristo en el tercer milenio.

 

            Habrá que salir al paso de los temores que acechan al hombre moderno: el temor al compromiso definitivo en el matrimonio o la vida consagrada, el temor al futuro, el temor a confiarse en Dios y en los demás, el temor al sufrimiento. El cristiano debe aprender a mirar el futuro con esperanza y a ayudar a sus semejantes a mirar al futuro con esperanza disipando los temores. Se tratará de mostrar a todos que el hombre, el cristiano, es capaz de tomar compromisos definitivos fundado en la gracia de Dios; de mostrar al mundo que es posible vivir en la dimensión de la donación confiado únicamente en Cristo; de mostrar al mundo que la vida se nos ha dado para cumplir una misión y que no podemos cerrar los ojos ante ella.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC