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SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ VIERNES 30 CICLO A

  1. Nexo entre las lecturas

            La liturgia contempla hoy a la Sagrada Familia. Lo hace desde una óptica particular indicada por el evangelio. José y María deben huir a Egipto porque Herodes desea matar al recién nacido (EV). Las relaciones familiares de José, María y Jesús se ven así señaladas desde un inicio por el signo de la adversidad, del sufrimiento y la tribulación. Sin embargo, en el seno de la familia de Jesús se viven las virtudes que señala el libro del Eclesiástico y la carta de san Pablo a los Colosenses: el sentido de autoridad, la piedad hacia los padres (1L), la misericordia, la dulzura, la bondad, el amor mutuo… (2L). Como en el Belén, la mirada de fe nos permite abrazar al mismo tiempo al Niño divino y a las personas que están con él: su Madre santísima, y José, su padre putativo. ¡Qué luz irradia este icono de grupo de la santa Navidad! Luz de misericordia y salvación para el mundo entero, luz de verdad para todo hombre para la familia humana y para cada familia. ¡Cuán hermoso es para los esposos reflejarse en la Virgen María y en su esposo José! ¡Cómo consuela a los padres especialmente si tienen un hijo pequeño! ¡Cómo ilumina a los novios que piensan en sus proyectos de vida! (Juan Pablo II 29 de diciembre de 1997, Meditación dominical). Todo esto constituye una fuerte invitación para que nuestras familias, aun en medio del dolor y de la dificultad, sean hogares en los que reine la paz y el amor, la concordia y el espíritu de sacrificio para hacer felices a los demás.

           

  1. Mensaje doctrinal

 

  1. La Sagrada Familia acoge con amor la vida de Jesús.

            La Sagrada Familia acoge con amor la vida en el nacimiento de Belén. Advierte que la criatura que nace de María entraña un misterio, entraña una intervención especial del Espíritu Santo. José y María acogen en obediencia y docilidad la voluntad de Dios sobre sus vidas, los designios misteriosos de Dios sobre su familia: el viaje fuera de Nazaret, el desamparo de Belén, la huida a Egipto, el estado de persecución, la inseguridad de una tierra extranjera. En medio de todas estas dificultades y sobresaltos de su vida familiar, ellos cultivan una acogida incondicional al Plan de Dios y a la vida de Jesús. En cierto sentido, es el nacimiento de Jesús el que ha puesto a prueba sus vidas, sin embargo, acogen estos avatares como itinerario de Dios, como participación en el camino de la salvación.         

Esto nos lleva a pensar en la familia y en su verdadera misión e identidad. La familia es la sociedad natural en el que el hombre y la mujer son llamados al don de sí mismos en el amor y en el don de la vida (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2207). Dios no quiso que el hombre viviera solo (Gn 2,18), sino que tuviera una ayuda adecuada en la mujer. Así, el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, es decir, Dios los ha creado para que se ayuden como personas que poseen la misma dignidad y para que se complementen mutuamente en su propia masculinidad y feminidad. En el matrimonio cristiano ellos se unen, de manera que, “formando una sola carne” (Gn 2,24) pueden transmitir la vida humana (Gn 1, 28). De este modo ellos cooperan de un modo único en la obra de Dios creador. Hablando de una «cierta participación especial» del hombre y de la mujer en la “obra creadora” de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges, que forman «una sola carne» (Gn 2, 24) y también a Dios mismo, que se hace presente. Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium Vitae 43.

 

  1. Las relaciones familiares

 

            La vida de la familia, compuesta por personas humanas con sus cualidades y limitaciones, no puede verse privada de dificultades, contratiempos y adversidades. Por eso, san Pablo, con profundo realismo, subraya que los cristianos deben aprender a sobrellevarse mutuamente y lo aplica de modo especial a las relaciones familiares. Tanto el esposo como la esposa tienen sus virtudes y defectos, sus cualidades y limitaciones. Ellos deben aprender el amor que acepta al otro en su grandeza y en su pequeñez superando con virtud las propias pasiones y egoísmos. En este sentido la vida matrimonial y la vida familiar es un verdadero gimnasio de amor, es el lugar de la donación desinteresada de sí mismo a la persona amada. Sin mansedumbre, sin bondad, sin humildad, sin capacidad de dar y recibir perdón, no es posible constituir una familia unida y armónica. Donde no existe virtud, entra inmediatamente su contrario, el vicio y el egoísmo. Donde no hay bondad, hay ira, rencilla, rencor. Habrá que aprender el arte de saber perdonar, a imitación de Dios que perdona nuestras ofensas. El perdón es como un bálsamo sobre las heridas que causa el pecado y el egoísmo.

 

Dice papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris laetitia n. 119: «En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse de la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar de todo».

            Por otra parte, la familia aprenderá a abrazarse a cualquier dolor y dificultad, a imitación de José y María que supieron leer con fe los acontecimientos y exigencias de su vocación de padres, de modo que pueda conducir a la felicidad y a la plena realización en Cristo a cada uno de los miembros del hogar. Las dificultades y los sinsabores de la vida se interpretarán desde la perspectiva de la fe, desde la perspectiva de la pedagogía de Dios que va educando y llevando a buen término todo los avatares de nuestra vida.  Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman (Rom 8,28).

  1. Los hijos son un don de Dios para la familia

 

            La Biblia considera la fecundidad como un don de Dios y el sentido natural del hombre y de la mujer reconocen que la vida es siempre un bien. Esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo; un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y con gloria: ¡la vida, la vida del hombre! (San Pablo VI). La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con su creatura. (cf. San Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae 34).

 

            Si bien las circunstancias presentes y el desarrollo de las sociedades han hecho más difícil que los matrimonios consideren siempre un bien y un don la llegada de los hijos, es importante subrayar el elemento objetivo: la vida humana es un don que Dios ofrece a la familia. Unos esposos que esperan la llegada de un nuevo hijo son unos esposos bendecidos por Dios. Ciertamente se impone una actitud responsable de frente a la vida humana. Esto lo subraya la Iglesia al exponer la doctrina de la paternidad responsable. Sin embargo, interesa mucho el ofrecer una ayuda adecuada a los esposos para mantener una actitud de apertura ante la vida, porque la vida humana es querida por Dios, no obstante, los múltiples sacrificios que ella comporta. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza la salvación para toda la humanidad!  (Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae, 33).

 

«El niño que llega −dice el Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris laetitia n. 80− no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento».

 

  1. Sugerencias pastorales

 

  1. La convivencia familiar

 

            La familia no es un espacio abierto a todos los vientos. Es más bien “una casa con las ventanas abiertas donde entra luz y se irradia amor”, una “casa espiritual”, una realidad que no existe si no tiene una fisonomía interna (María Adelaide Raschini). La familia requiere cultivo, es decir, requiere que el padre y la madre dediquen a ella lo mejor de su tiempo y de sus esfuerzos. Es el lugar del cultivo y de la irradiación del amor. Es el lugar de la formación y crecimiento de los padres y de los hijos. Es una “iglesia doméstica” donde se aprende el amor de Dios y el amor a Dios. La persona humana tiene el derecho a nacer en una familia bien constituida. La persona humana tiene necesidad de un sano ambiente familiar, de un ambiente acogedor y lleno de amor. Este ambiente no se da sin un esfuerzo específico por parte de los esposos. Ellos al hacerse padres reciben una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra» (San Juan Pablo II, exhortación apostólica Familiaris consortio 14).

 

  1. La madre en el hogar

 

            El mundo ha venido haciendo un nuevo descubrimiento de la dignidad y de la vocación de la mujer. La sociedad contemporánea es mucho más sensible a los valores femeninos e intenta desechar cualquier tipo de discriminación. Todo ello es, sin duda, un avance. Sin embargo, no siempre se ha puesto bien de relieve la altísima vocación de la mujer en el hogar y en la formación de las personas. Parece que este elemento ha quedado en la penumbra, cuando en realidad es una de las más altas expresiones de la feminidad. Se puede decir que la esposa y madre constituye el alma del hogar. Ella es quien da sostén al esposo en los momentos de dificultad y de fragilidad moral. Ella siente la responsabilidad de la vida, sabe que el hombre le ha sido confiado de algún modo a sus cuidados. Esta conciencia la hace fuerte y valerosa, capaz de arrostrar cualquier sufrimiento. Ella da a luz a sus hijos, los nutre, los cría, los educa en medio de ingentes sacrificios y renuncias personales. ¡Cuánto le debe la familia y la sociedad a la mujer que ama su hogar y que forma a sus hijos! ¡Cuánto bien ellas hacen desde el seno de sus hogares!

  1. Defender y promover la vida. 

En la exhortación apostólica Amoris laetitia n. 83, del papa Francisco leemos: «En este contexto, no puedo dejar de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano».

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC