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NAVIDAD: MISA DEL DÍA

  1. Nexo entre las lecturas

            Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. En esta afirmación del prólogo de San Juan (EV) se puede encontrar el mensaje más importante de este día de Navidad. En medio de un ambiente festivo, el pueblo de Dios se recoge hoy para contemplar el misterio de la Encarnación del Verbo. El Eterno entra en el tiempo. El Verbo, el Hijo de Dios, Dios eterno también él, se hace carne, se hace hombre.  Dios, que nos había hablado por medio de los profetas, en los últimos tiempos nos habla por medio de su Hijo (2L). En Cristo, por tanto, tenemos la plenitud de la revelación, la plenitud de la salvación.

El profeta Isaías canta la intervención poderosa de Dios en favor de su pueblo.  Los vigías que han visto cara a cara al Señor (1L) lo anuncian con cánticos inspirados. Dios ha querido revelarnos el misterio de su intimidad y de su amor; y al hombre sólo le queda guardar silencio y meditar sobre el misterio que se le revela.       

  1. Mensaje doctrinal
  2. La Encarnación del Verbo

            El Verbo de Dios, consustancial al Padre, se encarna, se hace hombre para salvar a los hombres que se habían extraviado por el pecado. Las pinturas de las catacumbas que muestran al Buen Pastor llevando sobre sus hombros la oveja descarriada tratan de desvelar, en cuanto es posible, el amor que Dios ha tenido por los hombres al venir y hacerse uno de nosotros. El Buen pastor recoge con cariño a la oveja, la carga sobre sus hombros y la vuelve alegre al redil. En la Encarnación se revela el misterio escondido por siglos (Cfr. Col 1,26; Ef 3,9) en Dios.  La riqueza de este misterio se resume en que “Cristo, la esperanza de la Gloria, está entre nosotros”. Él es el Emmanuel.  Dios ha querido reconciliarnos consigo por medio de su Hijo y desea que lleguemos al perfecto conocimiento de su amor. Así, la Encarnación tiene esta finalidad específica: que el Verbo encarnado sea el mediador entre Dios y los hombres. Dios verdadero y hombre verdadero. El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20)  (Gaudium et Spes, 22).

  1. El amor de Cristo

            Si nos preguntamos qué ha movido a Dios para “poner su tienda entre nosotros” y hacerse uno de nosotros, la respuesta la encontramos únicamente en su amor gratuito y sin medida por los hombres. Tenemos que considerar y meditar esta fe en estos días en el fondo del corazón. La creación del mundo y del hombre son ciertamente obras del amor de Dios. Pero en la Encarnación del Verbo vemos con mayor evidencia que hay una “sobreabundancia de amor”. Por eso, podemos concluir con toda certeza que “nadie nos ha amado como Cristo” y que en él tenemos siempre al amigo seguro, al amigo que no falla, al amigo que perdona nuestras ofensas a su amor, al único amigo que se ha apiadado de nuestros errores y pecados. Dice Balduino de Cantebury, haciendo hablar a Cristo que apostrofa al hombre: Acuérdate, hombre, de qué modo te he hecho, cuán por encima te he puesto de las demás creaturas, con qué dignidad te he ennoblecido, cómo te he coronado de gloria y de honor, cómo te he hecho un poco inferior a los ángeles, cómo he puesto bajo tus pies todas las cosas. Acuérdate no sólo de cuán grandes cosas he hecho por ti, sino también de cuán duras y humillantes cosas he sufrido por ti; y dime si no obras perversamente cuando dejas de amarme. ¿Quién te ama como yo? ¿Quién te ha creado sino yo? ¿Quién te ha redimido sino yo?  (Tratado 10).

 

  1. Sugerencias pastorales

 

  1. La humildad

            Advertimos que en nuestras relaciones humanas (familiares, sociales, profesionales…) surgen con facilidad tensiones de diverso tipo. Se dan discusiones, malentendidos, disgustos, envidias, malquerencias, suspicacias. Parece que el hombre, nacido para vivir en comunión con Dios y con los hombres, encuentra una dificultad casi insuperable para vivir en paz y armonía consigo mismo y con los demás. La causa de esto hay que buscarla en el desequilibrio que hunde sus raíces en el corazón del hombre. Muchas veces el hombre ve el bien y lo aprueba y, sin embargo, sigue el mal. Hace lo que no quiere y deja de hacer aquello que desearía. Todo esto sucede porque el hombre no quiere renunciar a su propia voluntad para ajustarse en todo a la Voluntad de Dios, prefiere los propios gustos y aficiones y no está dispuesto a renunciarse a sí mismo. Es paradójico pero es así: sólo quien sabe renunciarse perfectamente a sí mismo y acoge plenamente la voluntad de Dios es feliz y vive en paz. El misterio de Belén nos enseña esta profunda lección: cuanto más abracemos la humildad, cuanto más sepamos perdonar a los demás, humillarnos ante nuestras propias faltas, cuanto más vivamos humildemente en la Voluntad de Dios, más felices seremos y mejor cumpliremos nuestra misión en la vida. El humilde ni se irrita, ni irrita a otros. El humilde sabe doblar las espaldas bajo el peso de la cruz. El humilde es aquel que sabe arrepentirse y pedir perdón. Es quien ha “purificado su memoria” y no se abandona al resentimiento o a la amargura. Es aquel que sabe que, en Cristo, “todas las cosas han sido creadas de nuevo” y que él está llamado a “buscar las cosas de arriba” a dejar de lado el hombre viejo y a vivir en justicia y santidad. El humilde sabe que todo lo recibe de Dios y por ello no encuentra motivo de vanagloria. Sabe evitar las discusiones, busca la verdad y el bien, respeta a los demás y sale al encuentro del hermano que se aleja.

            Los padres del desierto solían decir que “el humilde ni se irrita ni irrita a los demás”. Intentemos practicar esta máxima en nuestra vida, y encontraremos mucha paz y avance espiritual.

 

  1. El desprendimiento personal.

 

            En nuestra vida podemos encontrarnos con personas desprendidas de sí y de los bienes materiales. Personas generosas y alegres. En el evangelio encontramos algunos modelos de ellas: María, José, el Buen Samaritano de la parábola, la viuda que ofrece su limosna… Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. (San Juan Pablo II, Incarnationis Mysterium 9). Sin embargo, también nos encontramos con personas menos generosas, muy apegadas a sus criterios y a sus gustos personales. Aún no han descubierto la belleza de vivir en la dimensión de la donación y Cristo está llamando continuamente a sus corazones y las va llevando por caminos que sólo su pedagogía conoce. Se encuentran de tal manera inmersos entre los bienes materiales que no son capaces de descubrir los valores espirituales.

            El misterio de Belén es una invitación para practicar el desprendimiento personal, para descubrir la belleza de vivir en el amor y para el amor, en la donación sincera de sí mismo a los demás. Mientras no se descubre esta dimensión, que es superior y más profunda, el alma no llega a su plena realización, ni encuentra el verdadero sentido de su caminar por esta tierra. Al ver que Cristo nace en una cueva tan desprovisto de lo más elemental, nos sentimos impulsados a preguntarnos sobre lo verdaderamente necesario en la vida, aquello por lo cual uno debería sacrificar todo lo demás. Y experimentamos que lo “único necesario” es dar Gloria a Dios, servirle de todo corazón y alcanzar la felicidad eterna. Todo lo demás, los placeres, los gustos, las riquezas… son nada si no nos ayudan a cumplir nuestro fin como creaturas de Dios. La sociedad nos presenta el consumismo como un valor insustituible, sin embargo, el cristiano se da cuenta de que lo importante no es aumentar los bienes, sino usar todo para cumplir la propia misión y vocación en la vida. No se trata de aumentar los bienes sino de disminuir las necesidades y, en todo, caso hacer que todo contribuya para el bien de las almas y para la Gloria de Dios.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC