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LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

La Transfiguración del Señor

Dn 7, 9-10. 13-14
Sal 96
2 Pe 1, 16-19
Mt 17, 1-9

1. Nexo entre las lecturas

“Confirmar” y “prefigurar” son dos verbos que hoy dan unidad a la liturgia de la Palabra. La oración colecta nos propone ambos términos: la transfiguración mira a “confirmar los misterios de la fe” y a “prefigurar la perfecta adopción de los hijos de Dios”. Al vidente Daniel se le concede contemplar una teofanía: ve un anciano vestido de blanco como nieve y uno, como Hijo de hombre, al que se le concede el dominio, la gloria y el reino. Parece que Daniel hunde su mirada en la eternidad y contempla las verdades escatológicas: la restauración universal, el juicio y el dominio de Dios sobre las potencias malignas, la glorificación de los hijos de Dios. “Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido” (1L). La visión de Daniel es figura de lo que es ahora la Transfiguración del Señor (EV). A los apóstoles se les concede ver la gloria, el poder y reinado de Cristo. De algún modo, los elegidos disfrutan de la bienaventuranza eterna, es decir, del triunfo definitivo del poder divino sobre las fuerzas del mal. “Dios es todo en todos” (Cf. 1 Co 15,28) “en Cristo se recapitulan todas las cosas del cielo y de la tierra” (Cf. Ef 1,10). La fiesta de la Transfiguración del Señor nos invita, finalmente, a escuchar la voz del Hijo amado: sus palabras son espíritu y vida. Los apóstoles elegidos, “testigos oculares” (2L), nos transmiten una experiencia personal que fortalece nuestra fe.

2. Mensaje doctrinal

a. La visión escatológica del profeta Daniel

Daniel contempla el trono divino presidido por un anciano de vestiduras blancas como la nieve. Todo un cortejo cósmico y una multitud inmensa acompañan al anciano. Son miles y miles los que le sirven. Llamas de fuego por doquier, un trono y un río de fuego. En esta solemne liturgia se abren los libros: los libros de la justicia, del bien, de la vida. La creación salida bella de las manos de Dios, vuelve a encontrar su destino final: su transparencia en el amor, se reafirma la creación como algo “muy bello”. El enemigo es puesto a los pies del Señor. Y en esto, aparece sobre las nubes “uno como hijo de hombre”. Sobre él reposa el dominio, la gloria y el reino. Le sirven todos los pueblos, naciones y lenguas. Se afirma el dominio perpetuo e universal de este “como hijo de hombre”.

“Como técnica propia del estilo apocalíptico – nos dicen los estudiosos de este género literario de la biblia – pronto nos percataremos de que se nos ofrecen como profecías de futuro lo que no son sino hechos concretos de una historia pasada. No suponía entonces engaño alguno. Tan sólo se intentaba garantizar la acción salvífica de Dios en el presente como históricamente lo había sido en el pasado. Sus contemporáneos lo entendían a la perfección. Intentémoslo nosotros” . Tratemos de entender el texto en su significado actual para nosotros. Si bien, se trata de una visión a la que estamos menos acostumbrados hoy en día, el texto de Daniel llena nuestra alma de una profunda esperanza. De algún modo, podemos reproducir la experiencia de los elegidos del Tabor: somos testigos orantes -no oculares- del triunfo escatológico del Señor. Se transfigura ante nuestra experiencia espiritual y lo vemos “como hijo de hombre” pero en la plenitud de su esplendor divino: lleno de poder, gloria y dominio.

“Cuando todo parece concluido -en la visión de Daniel-, nos encontramos con la más sorprendente novedad, hacia la cual tendía toda esta visión apocalíptica. Entre las nubes del cielo aparece algo así como un hombre a quien se le da «poder, honor y reino». Extraordinario contraste. […] el reino de Dios y quien lo sustenta viene de
arriba, del mismo Dios. […] semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico anunciado por los profetas, pues a él se le da el «poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo». Nuestro autor identifica este Mesías, hijo de hombre, con el pueblo de los santos del Altísimo. Es un mesianismo colectivo, definitivo y eterno. El triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia. Así se lo aplicó a sí mismo Jesús al identificar- se con el Hijo del hombre, que vendría sobre las nubes del cielo y con cuantos creen en El. «¿Por qué me persigues?», le dirá a Pablo” .

b. La Transfiguración como una experiencia de oración

Decía el Papa Ratzinger: “Jesús quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar el escándalo de la cruz. En efecto, cuando llegue la hora de la traición y Jesús se retire a rezar a Getsemaní, tomará consigo a los mismos Pedro, Santiago y Juan, pidiéndoles que velen y oren con él (cf. Mt 26, 38). Ellos no lo lograrán, pero la gracia de Cristo los sostendrá y les ayudará a creer en la resurrección” .

Conviene notar que “la Transfiguración de Jesús fue esencialmente una experiencia de oración (cf. Lc 9, 28-29). En efecto, la oración alcanza su culmen, y por tanto se convierte en fuente de luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden como formando una sola cosa” . “Cuando Jesús subió al monte, se sumergió en la contemplación del designio de amor del Padre, que lo había mandado al mundo para salvar a la humanidad. Junto a Jesús aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46). En aquel momento Jesús vio perfilarse ante él la cruz, el extremo sacrificio necesario para liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Y en su corazón, una vez más, repitió su “Amén”. Dijo “sí”, “heme aquí”, “hágase, oh Padre, tu voluntad de amor”. Y, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó “Hijo amado” (Mc 9, 7)” .

Oración de Jesús que se sumerge en el designio del Padre y acoge la cruz, y oración de sus discípulos que comprenden que “es bueno permanecer aquí”, que es bueno acoger a Dios en el propio corazón, aunque ello suponga el martirio. Es la experiencia de saber que “para mí lo bueno es estar junto a Dios”.

“Debemos apresurarnos a ir hacia allí —así me atrevo a decirlo— como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales. Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y Elías, o de Santiago y Juan. Seamos como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí!” .

3. Sugerencias pastorales

a. Emprender con Jesús la ascensión al monte

El Señor nos invita a ascender al monte. Quiere que caminemos junto con él, paso a paso, venciendo la inclinación, penetrando en las alturas de la contemplación. Él nos lleva y nosotros vamos, paulatinamente, paso a paso, para introducirnos en la nube misteriosa, la nube de la oración, del misterio, de la experiencia de Dios, cuando todo es muy luminoso, pero no se ve. Hoy es un buen día para dar un pequeño paso en nuestra vida de oración: cada uno conoce su momento, su situación, la necesidad de su corazón, pero para todos hay una invitación a subir, a entrar en la nube y ver lo que no se ve. No importa, si estoy muy alejado de Dios, o soy muy fervoroso, ahora lo que importa es que estás invitado a ascender, a entrar en la nube y a experimentar que “bueno es estar junto a Dios”.

b. El doble significado de la luz de la transfiguración
Lo que los apóstoles comprendieron mejor, en aquella experiencia del monte y la nube, fue que el camino de salvación pasaba por la cruz y la entrega del Hijo y sus padecimientos. Eso era lo que explicaban Elías y Moisés. La luz que reciben los apóstoles elegidos es incalculable: contemplan a Jesús en su triunfo escatológico y lo “saludan desde lejos”, hacen experiencia del triunfo definitivo de Dios y de su poder, y de la glorificación de los hijos de Dios y, al mismo tiempo, comprenden que el camino de salvación pasa por la cruz, por la entrega del Hijo del hombre en manos de los pecadores. Quiera Dios concedernos esta doble experiencia.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC