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Homilía XXVII domingo ordinario ciclo (a)

Sagrada Escritura

Is 5,1-7
Sal 79
Fil ,6-9
Mt 21, 33-43


1. Nexo entre las lecturas

Las lecturas de este domingo nos presentan la imagen de la viña. Una viña que simboliza a Israel, una viña que es amada y cuidada por Dios, pero que, lamentablemente, no produce los frutos que se esperaban de ella. «Dios espera frutos de la viña que Él ha cultivado con amor». Este es el tema que nos sirve de reflexión en este domingo.
La primera lectura nos muestra el poema del amigo y de su viña. Con palabras llenas de solicitud, el poema nos presenta al dueño de la viña que se prodiga en cuidados por ella, cava en torno a ella, monta una torre, quita las piedras, planta buenas vides y cava un lagar. Este hombre ama su viña y espera de ella que dé buenas uvas, en cambio, recibe uvas silvestres, agrazones, es decir uvas agrias que nunca maduran. El hombre se lamenta con razón y se pregunta con ánimo quebrantado: ¿qué más podía haber hecho yo por mi viña que no hice? Nada, ciertamente. Había puesto en acción cuantos medios se conocían en la época para cultivar una vid excelente (1L). En el evangelio se recoge nuevamente el tema de la vid en una especie de alegoría: el dueño de la vid la arrienda a unos trabajadores y se marcha. Envía, después de algún tiempo, a sus embajadores para recoger los frutos, pero los viñadores maltratan a los enviados y, cuando ven al hijo, conciben la idea de matarlo. Nuevamente el amo de la viña no es correspondido a la solicitud mostrada por la viña. Los arrendadores no producen los frutos que se esperaban de ellos. En ambos casos, el tema de los frutos que Dios espera de Israel y de los hombres se subraya de modo especial: el hombre ha recibido mucho de Dios y debe ofrecer frutos de vida eterna, de santidad verdadera, de caridad sincera (Ev). Por su parte, Pablo en la carta a los filipenses continúa su exposición y los exhorta a tener en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo y los invita a poner por obra buenas obras (2L).


2. Mensaje doctrinal

Dios ama y cuida a su viña

El poema de la viña es uno de los pasajes más sorprendentes del profeta Isaías. En él resalta, sin duda, el lenguaje poético y el revestimiento literario. El profeta hace comprender al pueblo de Israel que Dios ha cuidado de él, lo ha tratado con especial amor, se ha preocupado de su crecimiento y, sin embargo, el pueblo no ha correspondido a tal amor. Israel no ha sido fiel a su amor. La pregunta que se hace el dueño de la viña adquiere tonos desgarradores: “¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?” En verdad, parece que nos adentramos en el corazón mismo de Dios que ama a Israel. ¿En qué ha faltado Dios a su amor? ¿Se ha alejado de su pueblo? ¿Lo ha abandonado en tiempo de dificultad? ¿No es verdad que, a pesar de las pruebas por las que ha pasado Israel, ha estado Yahveh siempre cerca de él? En verdad, Dios es fiel a sus promesas y nunca ha dejado a un justo defraudado.

La viña sorprendentemente no da buenos frutos

Esta viña, a pesar del cuidado sabio del viñador, que es el Señor de los ejércitos -del cosmos-, no prospera, no da fruto, no da uvas dulces; da uvas inmaduras y silvestres. Se trata ciertamente de una alegoría, pues en verdad, no se puede culpar a una viña de no querer producir frutos. Sin embargo, los oyentes del profeta comprenden que la viña representa a Israel y que el viñador no es otro que el mismo Yahvé. A pesar de que Israel ha sido cuidado como un hijo, a pesar de que ha sido liberado, a pesar de que el Señor lo ha elegido pueblo de su propiedad, Israel no produce frutos de salvación. Es sorprendente ver la tristeza profunda del viñador y, a la vez, su firmeza ante la viña improductiva. Él vendrá y la devastará, la dejará desolada.

En la parábola del Evangelio los culpables de la falta de frutos son los labradores que reciben la viña en arriendo. Son gente sin escrúpulos, gente que no sirven a la viña, sino se sirven de ella para su propio provecho. No piensan cómo acrecentar la viña y ofrecer al dueño el fruto merecido, sino que su intento es arrebatar la viña a su dueño. En su corazón, no está el amor por la viña, ni el amor por el dueño de la viña, sino el amor a sí mismos. Su interés es aprovecharse lo mejor posible de aquella viña, por eso, al ver venir a los embajadores que requieren los frutos, se molestan, los golpean, los matan. Cualquier cosa que se interponga a su bienestar y al mejor usufructo de la viña en su favor, debe ser eliminado. Estos hombres, cuando ven venir al hijo, es decir, cuando tienen la oportunidad de reconciliarse con el Padre, de ofrecer frutos, de respetar el derecho, traman el crimen más cruel, suprimir al hijo para quedarse con la herencia y la propiedad. En verdad, aquellos viñadores no eran sólo ladrones, sino también, homicidas. Eran gente sin alma y corazón. Las palabras finales de la parábola son dramáticas: el dueño de la viña acabará con aquellos arrendatarios y ofrecerá su viña a otros arrendatarios que produzcan frutos.

El poema de Isaías y la parábola de Jesús ponen de relieve la importancia de producir frutos. En el primer caso, es la viña que no ha producido lo que se esperaba de ella. En el segundo caso, son los viñadores homicidas que no entregan los frutos debidos al dueño. El tema espiritual es importante: Dios ofrece al hombre múltiples dones: la vida, la fe, la vocación profesional, familia, etc. El Señor espera una respuesta por parte del hombre, espera unos frutos de santidad, espera que este hombre se transforme interiormente y dé frutos apostólicos para el bien de sus hermanos. Tema profundo que requiere reflexión y examen de la propia vida.

El cristiano debe dar buenos frutos.

El cristiano es una persona injertada en Cristo por el bautismo, por ello, debe dar frutos de vida eterna. Así como el Padre ha enviado al mundo a Cristo a cumplir la misión redentora, así Cristo envía a los cristianos, especialmente a los apóstoles, a cumplir una misión. No siempre los frutos del cristiano serán manifiestos o inmediatos, pero no cabe dudar que el alma que permanece unida a Cristo, como el sarmiento permanece unido a la vid, producirá frutos a su tiempo. El Señor nos ha enviado para que produzcamos frutos y que nuestros frutos perduren. En esto Dios es glorificado en que demos fruto. Veamos, pues, que nuestro deber no es pequeño en la historia de la salvación. Tenemos asegurada la ayuda y el poder de Dios y, por lo tanto, no cabe dudar que, si somos fieles y permanecemos unidos a la vid – que es Cristo- esos frutos llegarán. Cultivemos con cuidado nuestra viña, sepamos acoger las lluvias tempranas, para que a su tiempo demos frutos para Dios.

3. Sugerencias pastorales

El tiempo: intensidad desplegada del amor

Se nos invita a hacer una reflexión sobre el tiempo y los dones recibidos. Advertimos que el tiempo pasa y, cuando queremos contabilizar los frutos, existe el riesgo de desanimarse. Pero, conviene dar una mirada más profunda al tiempo. Cierto, debemos aprovecharlo con interés, pero es maravilloso descubrir el tiempo como una relación de amor entre Dios y su creatura. El tiempo es una relación de amor destinada a dar fruto. Dios llama a su creatura a la existencia y le dice: “Es bello, es maravilloso que tú existas; yo te amo”. Así mi tiempo es don de Dios, es una vida en el amor, es un descubrimiento de día en día de lo que Dios hace conmigo y con este mundo. El tiempo es caminar por la senda del don de sí desinteresado. El tiempo es la intensidad desplegada del amor. Dejemos que nuestra vida se despliegue como amor intenso. Mi tiempo, en la medida que entra en la dimensión del amor, da frutos de vida eterna. Papa Francisco nos dice en Lumen Fidei: «La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor» . ¡Qué hermoso: tu vida se ilumina en la medida en la que entras en un dinamismo -en una especie de baile- desplegado del amor!

Por otra parte, nos hace bien pensar que no se pierde ningún bien que hayamos hecho en la vida. Aunque, aparentemente el tiempo todo lo acaba, incluso el bien hecho, la verdad es más profunda. Traigamos a la mente la frase de Pavel Florenskij: «Mi convicción más íntima es esta: nada se pierde del todo, nada se desvanece, sino que se conserva en algún tiempo y en algún lugar. Lo que es una imagen del bien y tiene valor permanece, incluso si dejamos de percibirlo: sin esta conciencia la vida se perdería en el vacío y el sinsentido» . En realidad, todas las obras apostólicas pasan y se acaban, lo único que realmente permanece es el amor que hayamos puesto en las almas, porque ese amor, esa persona, va a la eternidad.

Los frutos están en relación con la docilidad a la acción de Dios.

Ahora bien, para dar fruto es preciso ser dócil al Espíritu Santo. Cada uno tiene su propia vocación y ha sido colocado en un lugar preciso de la Iglesia. Cada uno, pues, tiene una misión personal e intransferible. No la podemos desempeñar de cualquier modo o según nuestros caprichos. El éxito de la fecundidad espiritual radica en la obediencia a la inspiración de Dios, como lo vemos en la vida de los santos. El secreto radica en la identificación con Cristo obediente que sufre y ofrece su vida en rescate por la salvación de los hombres. La fecundidad espiritual pasa siempre por la cruz y el dolor. Quien quiera ser fecundo huyendo de esta ley de salvación, se equivoca. “Sin efusión de sangre no hay redención” (Heb 9,22).

Decía Benedicto XVI: «El Señor habla del sembrador que siembra en el campo del mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones, parece algo insignificante en comparación con la realidad histórica y política. Del mismo modo que la semilla es pequeña, insignificante, así es también la Palabra. Sin embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola, dice: «Estamos en el tiempo de la siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto». La parábola dice también que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó en el camino, entre piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio fruto: el treinta, el sesenta, el ciento por uno. Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia la palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-política. Al final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas estas enseñanzas sobre la semilla de la palabra: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fruto”. Así dio a entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y muere. En la crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, cayendo en tierra, muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los tiempos» .

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC