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Homilía XXIV domingo ordinario ciclo (a)

Sagrada Escritura
Sir 27,30-28,7
Sal 102
Rm 14, 7-9
Mt 18, 21-35

1. Nexo entre las lecturas

El perdón es el tema sobresaliente en las lecturas de este domingo. El libro de Ben Sira (Eclesiástico) nos habla de la actitud que el israelita debía adoptar ante quien le ofendía (1L). El texto sagrado anticipa, de algún modo, la petición del Padrenuestro en el Evangelio: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El autor considera la inevitable caducidad de la vida terrena, la muerte de los vivientes y la consiguiente corrupción. Esta meditación le hace ver que es vano adoptar una actitud de ira y de venganza en relación con nuestros semejantes. ¿Qué misericordia seremos capaces de pedir a Dios el día del juicio, si nosotros mismos nunca ofrecemos esta misericordia a los demás? Por ello, la venganza, la ira y el rencor son cosas de pecadores. La postura sabia, por el contrario, consiste en refrenar la ira, observar los mandamientos y recordar la alianza del Señor.
La idea de fondo es profunda: aquel que no perdona las ofensas recibidas no recibirá la remisión de sus pecados. En el evangelio el tema se propone nuevamente en la parábola de los deudores insolventes. Jesús nos muestra que delante de Dios, no hay hombre justo que esté libre de deudas. Más aún, expresa con vigor y firmeza que no hay quien pueda solventar la deuda contraída por los propios pecados. Si Dios, en su infinita misericordia, ha tenido compasión de nuestras miserias, ¿no debemos hacer nosotros lo mismo en relación con nuestros semejantes? (EV). La Carta a los Romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, para el Señor morimos. Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco en jueces de nuestros hermanos (2L).

2. Mensaje doctrinal

El perdón en la Sagrada Escritura.

En el texto del Sirácida, queda definitivamente anulada la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Existe una actitud más sabia y propia de un hombre que cree en Dios: es la actitud del perdón, no la de la venganza justiciera. El libro de Ben Sira fue escrito en lengua hebrea en Jerusalén hacia el año 190-184 a.C. Unos cincuenta años más tarde se tradujo al griego para los hebreos que residían en Egipto. Este libro desde la época de san Cipriano (+ 258) y hasta hace algunos años se le denominaba comúnmente “Eclesiástico” porque se utilizaba mucho en la Iglesia, particularmente en la instrucción de los catecúmenos. El libro nos presenta un problema propio de la existencia humana: de frente a las ofensas y las afrentas recibidas, el hombre suele reaccionar de modo violento y tiende a alimentar no pocos sentimientos de venganza, de revancha, dejando correr su ira e indignación. Ben Sira, sabio pensador, se opone de modo radical a este modo de proceder. En el texto, la ira es algo abominable. Es propia de pecadores.
Los padres del desierto, imbuidos de este espíritu, repetirán con frecuencia que el monje “no irrita, ni se irrita”; es decir, no deja lugar para la ira en su corazón. Es necesario, de modo imperativo, perdonar. Perdonar siempre y de todo, porque delante de Dios nosotros mismos hemos sido perdonados con estas características. “Ahora bien -decía Doroteo de Gaza-, nada irrita más a Dios, nada despoja más al hombre y lo conduce al abandono, que el hecho de criticar al prójimo, de juzgarlo o maldecirlo (Doroteo de Gaza Conferencias). No debemos, pues, juzgar antes de tiempo, sino esperar a que venga el Señor, porque sólo a él compete el juicio. El Señor no es un juez iracundo y despiadado. Él es lento a la cólera y rico en clemencia. Él nos ofrece continuamente su perdón. Si el Señor llevara cuenta de nuestros pecados y debilidades, ¿quién podría resistir en su presencia? Pero de Él viene el perdón y la misericordia (cf. Sal 129,3). Sería incongruente que nosotros recibiéramos de parte de Dios el perdón sin medida, y fuéramos intransigentes con las culpas de nuestros prójimos. Precisamente esto pone de relieve la parábola de Jesús. Si el corazón de Dios se conmueve ante nuestras miserias, si su compasión se enciende ante nuestras desgracias, ¿no deberíamos hacer otro tanto nosotros con nuestros hermanos que nos han ofendido?

El mundo que nos rodea está verdaderamente sediento de perdón. La escena internacional nos muestra fehacientemente que el camino de la venganza y del odio suicida conduce a un callejón sin salida, a una espiral de violencia y de muerte. Parece que el hombre, con estas actitudes, declara guerra a la paz. Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos, como nos recuerda continuamente Papa Francisco. El Papa pone de relieve algo especial en el perdón: la reconciliación no escapa del conflicto. Es un pensamiento muy actual. «Es cierto −nos dice en la encíclica Fratelli tutti− que “no es tarea fácil superar el amargo legado de injusticias, hostilidad y desconfianza que dejó el conflicto. Esto sólo se puede conseguir venciendo el mal con el bien (cf. Rm 12,21) y mediante el cultivo de las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz” [225]. De ese modo, “quien cultiva la bondad en su interior recibe a cambio una conciencia tranquila, una alegría profunda aun en medio de las dificultades y de las incomprensiones. Incluso ante las ofensas recibidas, la bondad no es debilidad, sino auténtica fuerza, capaz de renunciar a la venganza”[226]. Es necesario reconocer en la propia vida que “también ese duro juicio que albergo en mi corazón contra mi hermano o mi hermana, esa herida no curada, ese mal no perdonado, ese rencor que sólo me hará daño, es un pedazo de guerra que llevo dentro, es un fuego en el corazón, que hay que apagar para que no se convierta en un incendio”[227]» . «Cuando los conflictos no se resuelven -continúa el Papa mostrando algo propio de su pensamiento- sino que se esconden o se entierran en el pasado, hay silencios que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados. Pero la verdadera reconciliación no escapa del conflicto, sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente. La lucha entre diversos sectores “siempre que se abstenga de enemistades y de odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta discusión, fundada en el amor a la justicia”» [228] . La justicia y el perdón no se oponen, van de la mano y son el único camino para la paz entre los pueblos.

Sólo el Señor Jesucristo es el Señor de la vida y de la historia

Es profunda la afirmación de Pablo en su carta a los Romanos. “Ya no vivimos para nosotros mismos, ni morimos para nosotros mismos. En vida y en muerte pertenecemos al Señor”. Es decir, todo el acontecer humano se debe valorar en función de nuestra pertenencia a Cristo. Sólo es posible entender la verdad sobre el hombre a la luz del Verbo encarnado, porque Dios ha elevado al hombre a la participación de la naturaleza divina. Quien desee comprender a fondo su propia existencia, o la existencia humana en general, debe dirigirse con toda su capacidad, con todo su ser y posibilidades a Cristo redentor. En realidad, hemos sido comprados “a precio”; a un gran precio: la sangre de Cristo (cf. 1Pt 1,17). En cierto sentido ya no nos pertenecemos (cf. 1 Cor 6,19). Nos debemos al amor, que es más grande que todos nuestros pecados. Por eso, la situación del hombre sobre la tierra es dramática: por una parte, él ha sido rescatado y redimido por Cristo; por otra parte, él debe peregrinar aún en esta tierra superando las insidias del diablo y las asechanzas de su propio egoísmo. Se encuentra en medio del combate de la fe. Se encuentra injertado en Cristo, pero todavía sufre los embates del “hombre viejo”. La constitución pastoral del Concilio Vaticano II nos ofrece una luz sobre el tema que nos ocupa: “Igualmente, la Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.” (Gaudium et Spes 10). Ahora bien, el Señor no ejerce su soberanía de modo despótico e indiferente. Él es Señor pero, a la vez, es el pastor que da la vida por sus ovejas; es el amigo que da la vida por sus amigos; es la revelación del Padre. Él no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por nosotros. Nosotros somos las ovejas de su rebaño. “Sic nos amantem, quis non redamaret? (Villancico Adeste Fideles).

3. Sugerencias pastorales

Aprender a perdonar, perdonando

San Juan Pablo II nos dice: “En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen »” (Lc 23, 34). (Mensaje de la Jornada Mundial de la paz, 1 de enero de 2002). Se trata pues de una decisión personal que debemos cultivar en nuestra vida doméstica primeramente. En efecto, en el ámbito restringido de la familia, donde los contactos humanos son más frecuentes e intensos, es donde especialmente debemos perdonar las ofensas recibidas. Que no se ponga el sol sobre un hogar cristiano (cf. Ef. 4,26), sin que una palabra de perdón venga a suavizar y a borrar los malentendidos y los malos momentos de alguno de los miembros. Perdón entre los esposos. Perdón entre padres e hijos. Perdón entre hermanos. “¡Qué hermoso y qué agradable es vivir los hermanos en la unidad!”, dice el salmo 133. Esto exige dos actitudes: saber pedir perdón cuando se ofende a alguien, especialmente a alguien querido; y saber ofrecer perdón, sin humillar, a quien se arrepiente y lo solicita. El cristiano que no es capaz de esta doble actitud, aún no llega al pleno conocimiento de Cristo y de su propia vocación.

El perdón puede y debe aplicarse también en el ámbito social y profesional. Debe aplicarse en las relaciones sociales, en los grupos de amigos y en el círculo familiar ampliado. ¡Cuántas penas se podrían evitar si el perdón fuera un hábito en nuestro comportamiento! El perdón tiene también unas razones humanas: cuando uno comete el mal, desea que los otros sean indulgentes con él. Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso. (cf. San Juan Pablo II, Mensaje de la Jornada Mundial de la paz, 2002).

Quienes mejor nos hablan del perdón son los mártires. Ellos sufren a manos de sus verdugos, sin embargo, no permiten que la más mínima apariencia de rencor se anide en su alma. Así, san Esteban pide a Dios que perdone el pecado de aquellos que lo están apedreando. Miles de sacerdotes internados en Dachau, en Vietnam, en Tirana, en Lituania etc, dieron su vida por la conversión de sus verdugos. Esto es vida cristiana. El perdón en el mártir autentifica su amor.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC