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Homilía XXIII domingo tiempo ordinario ciclo (A)

Sagrada Escritura

Ez 33,7-9
Sal 94
Rm 13, 8-10
Mt 18, 15-20


1. Nexo entre las lecturas

El capítulo 18 del evangelio de san Mateo forma una parte distinta del resto de su evangelio. En ella encontramos algunas enseñanzas de Jesús que se relacionan con la vida de las primeras comunidades cristianas. Por eso a esta parte se le ha llamado el discurso eclesiástico. Hoy consideramos dos indicaciones de este discurso: la corrección fraterna y la oración en común. Primeramente, Jesús pone de manifiesto la responsabilidad de sus discípulos y seguidores en la salvación de sus semejantes. El discípulo de Jesús siente la viva responsabilidad de hacer el bien y ayudar a que los otros lo hagan, superando y desterrando el mal de sus vidas. Aquí se inserta el mandato de la corrección fraterna (EV). En la primera lectura se nos propone, de forma muy oportuna, la imagen del centinela. El centinela es el hombre que, desde la atalaya o desde un lugar prominente, da la voz de alarma cuando avista al enemigo que se acerca al campamento o a las puertas de la ciudad. Su función es la de despertar a quien duerme y se encuentra en peligro de ser sorprendido por el enemigo. En nuestro caso, el centinela, que es el mismo profeta, advierte a los hombres de su mala conducta, les anuncia el peligro que se acerca si no despiertan de su letargo. (1L). La segunda admonición de Jesús a sus discípulos es la oración en común: “Donde dos o más se reúnen para orar, allí está Jesús en medio de ellos”. Pablo, por su parte, antes de concluir su carta a los romanos, dirige una última exhortación llena de contenido: “No tengáis con nadie ninguna deuda que no sea la de amaros mutuamente”. El amor es la ley que regula toda la vida cristiana. Tanto el centinela, como el que ora en común, deben guiarse y nutrir su alma con el espíritu de Cristo, es decir, con aquel amor que da la vida por los que ama (2L).


2. Mensaje doctrinal

La misión del centinela

El centinela en los tiempos antiguos poseía una función decisiva en los combates entre los pueblos. Su misión era la de observar los litorales y campos de batalla, distinguir las asechanzas y las formaciones enemigas, y dar la voz de alerta para que el ejército se preparara para la batalla. Si el centinela dormía, la vida del pueblo corría un grave riesgo. En el pasaje que nos ofrece Ezequías, se compara al centinela con el profeta. El profeta es un centinela con características especiales. El profeta debe advertir al impío de su mala conducta, debe informarle del mal que se le viene encima si no se convierte, si no despierta del sueño que lo entretiene en el mal. Lo interesante es que la responsabilidad del profeta no termina aquí, él debe seguir más adelante. Al centinela le basta dar la alarma; si le escuchan o no, ya no es responsabilidad suya. No así es el caso del profeta: él debe advertir del mal que se viene encima, y debe hacer lo indecible por convencer a sus oyentes, porque lo que él anuncia no lo han visto sus ojos, ni escuchado sus oídos. Es Dios mismo quien se lo ha revelado. Él habla en nombre de Dios. Él expresa el deseo de Dios de salvar a los hombres y de que no se pierda ninguno (Ez 18,32). Él participa del amor divino que no se deja vencer por el pecado del hombre. El profeta-centinela asume una responsabilidad imponente: deberá responder ante Dios de la vida de aquellos a los que ha sido enviado. No puede dejar de aspirar a ser escuchado.

El pastor de almas es, pues, el centinela que vela sobre el rebaño es aquel que se mantiene en vigilia durante la noche para que ninguno perezca. El pastor, como san Pablo, amonestará, insistirá, predicará a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2) el mensaje del evangelio. No habrá alguno que sufra sin que, al mismo tiempo, sufra el mismo apóstol. Sin duda, nuestra mente va espontáneamente a la figura del obispo (episcopus= el que observa desde lugar preeminente). Él es el principal centinela que vela ante el enemigo. Lo son también los sacerdotes, quienes, al frente de su grey, la conducen, la defienden, dan su vida por ella.

Sin embargo, no sólo ellos son centinelas. Aquí podemos ampliar nuestra visión para descubrir otros centinelas entre los discípulos de Cristo. San Juan Pablo II llamaba a los jóvenes “centinelas de la mañana”, porque ellos son los que anuncian que la noche está pasando y que la mañana está encima. Ellos son los que dan fuerzas para esperar, en medio de un mundo con tantos signos de derrota. Allí donde las tinieblas son más hondas, allí mismo ha comenzado a despuntar el alba, porque la luz vence las tinieblas (cf Jn 1,5). Sí, los jóvenes son nuestras estrellas que nos anuncian un nuevo día, como el lucero del alba.

También cada cristiano, en su propia condición, es un centinela, uno que cuida, que vela, que espera y aguarda; uno que interviene en el tiempo haciéndolo bello y amigable; uno que vela amando. Para el Papa Francisco el velar tiene características muy peculiares: «Velar no significa tener los ojos materialmente abiertos, sino tener el corazón libre y orientado en la dirección correcta, es decir, dispuesto a dar y servir. ¡Eso es velar! El sueño del que debemos despertar está constituido por la indiferencia, por la vanidad, por la incapacidad de establecer relaciones verdaderamente humanas, por la incapacidad de hacerse cargo de nuestro hermano aislado, abandonado o enfermo. La espera de la venida de Jesús debe traducirse, por tanto, en un compromiso de vigilancia. Se trata sobre todo de maravillarse de la acción de Dios, de sus sorpresas y de darle primacía. Vigilancia significa también, concretamente, estar atento al prójimo en dificultades, dejarse interpelar por sus necesidades, sin esperar a que nos pida ayuda, sino aprendiendo a prevenir, a anticipar, como Dios siempre hace con nosotros» . Sí, las palabras del Papa son luminosas, ciertamente exigentes; pero son vivificantes. Nos invitan a velar en el amor, en el interés práctico por los demás; a salir del sueño de nosotros mismos.

Como buenos centinelas, esperemos el tiempo propicio, el “kairos”. Descubramos el ritmo del tiempo que todo lo conduce a su fin. Sí, demos al tiempo su valor y significado, como decía Rilke «Todo lo que es frenético/pronto pasará» (Reiner Maria Rilke, Sonetos a Orfeo). Sólo queda lo que se construye en el tiempo pausado del amor.

Amar es cumplir la ley entera

La caridad es una deuda que jamás terminamos de saldar completamente. Ella es la clave de interpretación de todos los mandamientos. Así lo expresa san Pablo en la parte final de la carta a los romanos (55-57). Un tema que ya había tratado en el capítulo 13 de la carta a los corintios (52-55). En el fondo se trata de una invitación a ir a la raíz de la vida cristiana, porque “donde hay caridad y amor allí está Dios”. La caridad es la que autentifica cualquier virtud, cualquier ciencia, cualquier vida de piedad u obra apostólica. Si uno se levanta con grandes palabras y obras, pero no tiene amor, no es nada. En realidad, siempre tendremos una deuda de amor con relación a nuestros hermanos porque ellos, en cuanto personas, son amados eternamente por Dios. Ellos son imágenes de Dios, incluso cuando por sus pecados hayan afeado esta imagen.

En Santa Teresita del Niño Jesús encontramos un ejemplo vivo de la comprensión del amor cristiano: “Al considerar el cuerpo místico de la Iglesia, no me reconocí en ninguno de los miembros descritos por San Pablo, o mejor, quería reconocerme en todos. La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que, si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto por miembros diversos, el más necesario, el más noble de todos los órganos no le faltaría; comprendí que tenía un corazón y que este corazón ardía de amor; que el amor hacía obrar a sus miembros; que, si el amor llegaba a perderse, los apóstoles no anunciarían más el evangelio y los mártires rehusarían verter su sangre. Comprendí también que el amor encerraba todas las vocaciones, que era todo y que abrazaba todos los tiempos y todos los lugares, ¡por qué es eterno! Entonces en el exceso de mi alegría exclamé: ‘Oh Jesús, amor mío, y mi vocación; ¡por fin la he encontrado! ¡Mi vocación es el amor!’ ”.

Así pues, la caridad es el único criterio con el que se deben hacer o dejar de hacer las cosas. Es el principio de discernimiento de nuestro hablar o callar, de nuestro obrar u omitir. Aquel que ha dejado entrar en su criterio de discernimiento el amor no puro, no recto, el apego a sí mismo, ha dejado de sentir lo que es la paz y la alegría de corazón. Sólo en la entrega sincera de sí mismo a los demás, el hombre puede encontrarse a sí mismo.


3. Sugerencias pastorales

El sentido de responsabilidad en relación con nuestros hermanos.

Ahora tenemos ante nuestra mente dos realidades.

Primeramente, la de aquellos cristianos que viven su vida cristiana “hacia dentro”: Son buenos observantes de las normas de la Iglesia, participan en la vida de sacramentos, veneran y respetan el domingo, dan buen ejemplo. Sin embargo, no tienen un sentido misionero. No sienten que la expansión de la fe, la predicación del evangelio, la nueva evangelización es algo que les compete en primera persona. Sin embargo, son gente buena, más aún, son personas de grande calidad humana y espiritual. Ante esta situación es bueno volver al “principio del amor y de la misión”. Es decir: hacer a los demás aquello que me gustaría que se hiciese conmigo. “Id y predicad el evangelio a toda creatura”. Así, nace de la esencia de la misma vida cristiana la sincera preocupación por el bien temporal y eterno de nuestros prójimos, cualesquiera que ellos sean. Nada, ni nadie puede ser indiferente para los discípulos de Jesús, porque Él, con su muerte, resurrección y su ascensión a los cielos, ha ganado para todos los hombres la redención de los pecados. Cada persona humana es, pues, alguien a quien puedo y debo ofrecer mi amor. No podemos sentirnos indiferentes ante nada: nos debe doler la pérdida de los hombres, el sufrimiento de los inocentes, las guerras e indecibles sufrimientos de miles de personas, los actos de terrorismo y de venganza. Toda esta situación del mundo impele al cristiano no a la desesperación; muy por el contrario, casi lo obliga a un nuevo compromiso con el mundo, a una nueva y más profunda evangelización. ¡El mundo está necesitado de Dios! Las palabras de Charles Péguy son muy ilustradoras: “Es necesario salvarse juntos. Es necesario llegar juntos al buen Dios, es necesario presentarse juntos; no podemos llegar a Dios los unos sin los otros. Debemos volver todos juntos a la casa del Padre. Es necesario pensar en los otros. Es necesario trabajar los unos por los otros. ¿Qué nos dirá si llegásemos, si volviésemos a la casa del Padre común los unos sin los otros? (Charles Péguy, Le mystère de la charitè de Jeanne d’Arc. Gallimard Paris 1943, p.39).

La segunda realidad que se presenta a nuestros ojos es la de aquellas familias que viven el hecho de que uno de sus miembros se ha desviado del buen camino. ¿Qué hacer? ¿Intervenir? ¿Hablar? ¿Esperar? ¿Callar? En realidad, no es fácil responder en abstracto. Cada situación posee sus características propias y exigirá soluciones que varían de caso a caso. Sin embargo, hay un principio que prevalece: la caridad. Nos debe mover siempre y en toda circunstancia la caridad por la persona amada. Y cuanto más difícil sea aquello que debemos decir, tanta más caridad, comprensión y humildad se debe emplear en decirlo. Sí, debemos interesarnos por quienes se apartan del buen camino, pero debemos hacerlo con caridad y por amor. “Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor” (San Juan de la Cruz). Huyamos pues de las descalificaciones, de las palabras descorteses, de las críticas solapadas, de la maledicencia y la calumnia. Eso no es cristiano y no debe ni mencionarse entre nosotros.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC