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Homilía XIV domingo ordinario ciclo A

Sagrada Escritura

Zc 9, 9-10
Sal 144
Rm 8, 9.11-13
Mt 11, 25-30

1. Nexo entre las lecturas

El gozoso anuncio mesiánico del profeta Zacarías dirigido a los habitantes de Jerusalén (es lo que significa la metonimia hija de Sión, hija de Jerusalén), proclama con la máxima simplicidad la venida de un rey humilde (viene a ti tu rey) que restablecerá la paz y la justicia en las naciones, y condensa de manera admirable toda la esperanza de salvación del pueblo de Israel (1L). Semejante anuncio profético encuentra su perfecto cumplimiento en Jesucristo manso y humilde de corazón que viene a traer alivio y descanso (EV) a todo aquel que experimenta la fatiga y el agobio que comporta el yugo de la ley antigua. El, conociendo íntimamente al Padre, (EV) revela el verdadero rostro de Dios que es “compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar” (SAL) a todo aquel que con humildad se reconoce necesitado de misericordia: “Acuérdate Señor de tu misericordia” (SAL). Por su parte, san Pablo nos recuerda que el plan de salvación que ha venido a instaurar este rey en el mundo inicia con la conversión del corazón que implica “no vivir conforme al desorden egoísta del hombre sino conforme al Espíritu de Cristo” (2L).

2. Mensaje doctrinal

1. Jesús, epifanía del rostro del Padre.

En el Evangelio de Mateo, que la liturgia pone hoy a nuestra consideración, se nos ofrece una de las revelaciones de carácter cristológico más profundas: Jesús es Hijo eterno del Padre. “Te doy gracias Padre Señor de cielo y tierra”. Con estas palabras de alabanza y bendición Jesucristo inicia su “confesión” dirigiéndose al Padre. Ellas expresan claramente el reconocimiento del primado del Padre por parte del Hijo (señor de cielo y tierra) y por tanto ponen de manifiesto el carácter trascendente de Dios, que es creador de todo cuanto existe. Pero, al mismo tiempo, Jesús se dirige al Padre con el apelativo más íntimo y cercano con que jamás hombre alguno se hubiera atrevido a dirigirse a Dios: Padre. El término preciso en hebreo es «abbá», que puede ser traducido como papá, padre mío. Así, si por una parte Jesús nos manifiesta la grandeza del Padre, su señoría y trascendencia, nos revela así mismo su cercanía y su bondad. El Dios que nos revela Jesucristo es un Dios Padre en el sentido más profundo y verdadero. En este sentido, el catecismo de la Iglesia católica nos dice: «Al designar a Dios con el nombre ce Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero y trascendente de todo y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos» (Catecismo de la Iglesia Católica 239).

Gracias a ese conocimiento recíproco que el Hijo afirma tener con el Padre: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo”, Jesucristo puede considerarse en toda verdad como manifestación (epifanía) del rostro del Padre.

2. Los secretos del Reino revelados a los pequeños y humildes.

El objeto de la alabanza que Jesús dirige al Padre, «Te bendigo, oh Padre, Señor de cielo y tierra (Mt 11, 25), consiste en esto: porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25b). La indicación indeterminada a la que Jesús hace referencia con la expresión “estas cosas”, alude con toda probabilidad al plan divino de la salvación, al misterio del reino de los cielos que el Hijo vino a instaurar en la tierra, pero que no ha sido reconocido por los “sabios y entendidos” del mundo presente. En esta categoría de sabios y entendidos están comprendidos los jefes del pueblo hebreo, los escribas y fariseos que observaban con minuciosidad la ley, dejando a un lado la justicia y el amor a Dios (cfr Lc 11, 42); que tenían la ley en los labios, pero no la habían comprendido con el corazón (cfr Is 29, 13). Estos se tenían por la clase culta del pueblo, pensaban ser expertos en el manejo de la Escritura y, sin embargo, no supieron reconocer el designio divino realizado ante su misma mirada, precisamente a través de la mansedumbre del Hijo. Este misterio de salvación lo comprenden, en cambio, aquellos que son humildes y sencillos de corazón, los pobres de espíritu (Mt 5, 3) que se colocan ante Dios en actitud de escucha, de disponibilidad y le reconocen como Señor del cielo y de la tierra, como padre de quien procede todo bien y todo don.

3. Un rostro misericordioso.

Presentándose a sí mismo como “manso y humilde de corazón”, Jesucristo nos revela un rostro misericordioso de Dios que es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en perdonar”. Son innumerables los salmos que proclaman la nota distintiva característica de Dios en su relación con su pueblo: la bondad y la misericordia. El salmo 103 es en sí mismo un himno que exalta este modo de proceder de Dios con su pueblo: «Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura, mientras tu juventud se renueva como el águila. Clemente y compasivo es Yahvé, tardo a la cólera y lleno de amor, no se querella eternamente ni para siempre guarda rencor; no nos trata según nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahvé para quienes le temen; que Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103, 3-5. 8-10. 13-14).

3. Sugerencias pastorales

1. Dar a conocer a los hombres el Dios del amor y la misericordia

Al hombre contemporáneo, que se debate entre la angustia y la esperanza, postrado por su límite y asaltado por aspiraciones inconmensurables, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, le es necesario encontrarse con el rostro misericordioso de Dios. Papa Francisco, escribía: «La misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre» (FRANCISCO, Carta Apostólica Misericordia et misera, al concluir el Año extraordinario de la Misericordia, 20 de noviembre de 2016). El mundo necesita de pastores y familias que transmitan el rostro misericordioso de Dios: «Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón».

2. Formar un corazón manso y humilde de corazón.

Todo cristiano, pero de modo especial el sacerdote, ha de hacer suyo esta invitación de Cristo: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. La mansedumbre y humildad de corazón es un arma poderosa con que cuenta el sacerdote para abrir el corazón de los hombres para ganarlos para Dios. San Juan Bosco alentaba así a sus sacerdotes: «¡Cuantas veces, hijos míos, durante mi vida, ya bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar que persuadir; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez. [ …]. Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos» (Epistolario, Turín 1959, 4, 201-203).

La mansedumbre es la virtud que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón. Santo Tomás, citando a Aristóteles, distingue en la II-II, q. 157, a 1 y q.158, a1,2 y a 8 dedicadas al estudio de la mansedumbre y de la ira, tres tipos de ira en el hombre: la de los violentos (acuti) que se irritan en seguida y por el más leve motivo; la de los rencorosos (amari) que recuerdan mucho tiempo el recuerdo de las injurias recibidas; y la de los obstinados (difficiles sive graves) que no descansan hasta que logran vengarse. Todas estas formas de ira tan ajenas a la mansedumbre de corazón están totalmente ausentes en el modo en que Dios trata a su pueblo y que viene confirmado por el Hijo en su modo de tratar y dirigirse a los hombres.

¡Cuánto bien podemos hacer a nuestros fieles dirigiéndonos siempre a ellos con bondad, sin mostrar impaciencia ante sus deficiencias y limitaciones personales, indignación ante sus miserias! ¡Cuánto bien podemos hacer evitando disputas, voces destempladas, palabras, gestos o acciones bruscas que puedan herir la sensibilidad de nuestros hermanos, acogiendo con benevolencia a los pobres, a los afligidos, a los enfermos, a los pecadores, y también, suavizando, con buen tacto, las justas reprensiones que sean convenientes para el bien de las almas! Por otra parte, el sacerdote debe enseñar a los fieles a vivir esta faceta del amor con todos los miembros de la comunidad parroquial. Enseñarles a no devolver mal por mal, a no hablar mal de los demás, a saber, dominar las reacciones de enojo y de ira hacia los demás, a tratar con buenas maneras a sus hermanos.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC