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Homilía V domingo ordinario ciclo A

Sagrada Escritura

Is 58, 7-10

Salmo 111

1 Cor 2, 1-5

Mt 5, 13-16

  1. Nexo entre las lecturas

            Ya en ocasiones precedentes (Epifanía del Señor y tercer domingo ordinario) hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre la luz en el misterio cristiano. Hoy lo hacemos bajo una nueva perspectiva: el cristiano es luz y debe iluminar a los hombres con el amor y la caridad.  En estas palabras nos parece encontrar un tema que unifica las lecturas. El profeta Isaías nos dice que nuestra oscuridad se volverá luz cuando practiquemos las obras de misericordia y no cerremos nuestra alma a los sufrimientos de los necesitados. San Pablo en la primera carta a los corintios habla de una caridad aún más profunda: predicar la Palabra de Dios sin buscar la vana gloria humana. El evangelio, en cambio, nos ofrece tres metáforas que muestran que el cristiano debe sentirse comprometido con el mundo y no puede mantener la mirada ausente y distraída. Él se debe a los demás: Él es -debe ser- la luz que ilumina; él es la sal que no puede perder su sabor; él es la ciudad colocada en lo alto que orienta y anuncia el camino. El tema de fondo está en ese amor cristiano que no se reserva, ni se recluye en el propio egoísmo, o en el miedo al sufrimiento, o en el propio interés. El cristiano se sabe, de algún modo, responsable del mundo, y nada de los propiamente humano -especialmente el sufrimiento- le es indiferente.                     

  1. Mensaje doctrinal

 

  1. Dios es luz y los cristianos deben comportarse como Hijos de la luz.

 

            Leemos en el salmo 36, 8.10: Oh Dios, ¡qué precioso tu amor!/Por eso los hijos de Adán, a la sombra de tus alas se cobijan./ en ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz. Dios es luz, Dios es amor; en Él no hay tinieblas, y en su luz nosotros vemos la luz y nos transformamos en luz, nos transfiguramos en luz.  San Pablo subraya que el cristiano es una creatura nueva que ha pasado de las tinieblas a la luz:  Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz;  pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad (Ef 5, 8-9). Así pues, el cristiano, debe comportarse como hijo de la luz; su tarea no es pequeña, ni indiferente. Su fe debe llevarlo a tomar parte con responsabilidad en las realidades temporales. Debe superar uno de los más graves errores de nuestra época: el divorcio entre la fe y la vida diaria (cfr. Gaudium et Spes 43). No es poco lo que Dios mismo ha puesto en sus manos, ni pequeña su responsabilidad en la construcción del mundo. Los frutos que debe dar como hijo de la luz son:  amor,  justicia y verdad.  Los primeros cristianos, aun en medio de persecuciones, entendieron muy bien que tenían que ser luz. Sabían que eran un “pequeño rebaño” en medio de un mundo paganizado y sentían vivamente su responsabilidad de iluminar, de ser fermento y de comunicar la “buena nueva”. Así lo testimonia la Carta a Diogneto con espléndidos pasajes: «Lo que es el alma para el cuerpo, eso son para el mundo los cristianos. De la misma manera que el alma está en todos los miembros del cuerpo, así los cristianos están esparcidos por todas las ciudades del mundo» (2, 6) y más adelante añade: «El lugar que Dios nuestro Señor nos ha señalado es tan hermoso que no nos es permitido desertar de él» (6,10).

 

  1. Nuestras obras deben brillar ante los hombres, para que den Gloria de Dios

            El cristiano obra en el mundo y debe hacer que sus obras brillen ante los hombres, pero debe hacer esto con el único deseo de “dar Gloria a Dios”. El discípulo de Cristo no puede  buscar su propia gloria, sino  la gloria del Padre celestial. Por ello, no existe contradicción entre las palabras del evangelio de este quinto domingo: Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria al Padre celestial y el texto de San Mateo en el capítulo 6,1: Guardaos de practicad vuestras buenas obras delante de los hombres para ser admirados. Las buenas obras deben brillar para que todos den gloria a Dios. Pero las buenas obras no son para que nos admiren, nos reconozcan o nos alaben. Todo eso es gloria y vanidad humana que se esfuma.  El cristiano, por tanto, debe ser un hombre humilde, un “hombre de Dios”, desprendido y olvidado de sí mismo.  Como San Pablo, debe hacer notar que “no se presenta ante el mundo con una sabiduría y persuasión humana, sino débil y sólo con el poder del Espíritu”. Cuando el cristiano busca su propia gloria y el reconocimiento de las personas, su apostolado se desvirtúa, se convierte en sal que ha perdido su capacidad de dar sabor; se ha hecho luz tenue, que ya no ilumina; ciudad escondida que no sirve de orientación. Es honda la tentación de procurar la propia gloria por encima de la gloria de Dios.

 

  1. Sugerencias pastorales

1.La responsabilidad ante el mundo

            Las dramáticas realidades que estamos viviendo desde el umbral mismo del tercer milenio y, sobre todo con la experiencia de la pandemia y de la guerra, nos obligan a una reflexión sobre el sentido de la vida humana y sobre la tarea que, como cristianos, nos corresponde desempeñar en este mundo. El deseo natural del hombre de saber, al menos confusamente, el sentido de su vida, de su acción y de su muerte, se ha agudizado dolorosamente por la amenaza de una derrota total de la civilización. Podemos decir que el sentido religioso del hombre se ha acentuado. El hombre busca un apoyo que dé seguridad a su existencia.  Se trata de un momento dramático de la historia en el que el mundo espera de los cristianos una respuesta, una indicación, un testimonio que dé esperanza y razones para seguir viviendo. En la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, san Juan Pablo II escribía: “Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su «reflejo». Es el mysterium lunae tan querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz. Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice, al presentarse como «luz del mundo» (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran «la luz del mundo» (cf Mt 5,14).

Ésta es una tarea que nos hace temblar, si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos. (Novo millennio ineunte 54).

  1. Ser luz es hacerse don para los demás.

            Hay personas que por su caridad sin límites cautivan nuestro aprecio y estima. Son sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres consagrados, laicos, seglares, que viven en actitud de servicio desinteresado a los demás. Son personas que encontramos en los hospitales, en los hogares, en la escuela y en la industria, profesores y trabajadores. Su caridad, a pesar de sus fallos personales, no tiene límites. Por una parte, debemos abrir nuestros ojos a esta realidad y descubrir cuanto de bueno y bello hay en el mundo. Pero por otra parte, conscientes del mal y del pecado que acecha al corazón humano, cada uno debe sentirse interpelado: ¿soy yo también luz para mis hermanos, para las personas que conviven conmigo? ¿Soy sal que da una razón para vivir? Mi vida ¿es realmente un don para los demás? ¿Me doy cuenta de que mi vocación innata es el amor y de que, mientras no ame, quedaré en la oscuridad, en la tristeza y desesperación? El gran peligro que nos acecha está dentro de nosotros mismos y tiene un nombre:  egoísmo. Cada uno, ante las amenazas del mundo moderno, debería redoblar esta convicción interior: yo tengo una misión en esta vida y esa misión es el amor. En mi familia, en mi trabajo, en la construcción de la sociedad civil, yo debo ser fermento de vida cristiana y de amor cristiano. Cada día, cada minuto que yo deje pasar por egoísmo o pereza, es un día perdido, es una ocasión fallida. Por el contrario, cada acto de amor y caridad que haga, hacen grande al mundo, revelan el rostro de Dios.  “¿Podemos quedar al margen -se preguntaba el Papa san Juan Pablo II, casi con tono profético, en la Carta Novo Millennio Ineunte- ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños? Muchas son las urgencias ante las cuales el espíritu cristiano no puede permanecer insensible” (Novo Millennio Ineunte 51)

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC