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Homilía II domingo de Pascua

Sagrada Escritura
Hch 2, 42-47
Sal 117
1 Pe 1,3-9
Jn 20,19-31


1. Nexo entre las lecturas

El tema de fondo de este segundo domingo de Pascua es el de la fe firme e inquebrantable que sabe superar la incredulidad y las adversidades de la vida. Tema que, a partir del inicio del tercer milenio, por indicación del Papa san Juan Pablo II, se funde con el tema de la Divina Misericordia: interpretación del misterio pascual como misterio de la divina misericordia. En efecto, un clima de temor y desconfianza reinaba en el grupo de los discípulos después de los eventos de la pasión: se encuentran encerrados en una habitación por miedo a los judíos. Aquí, en este lugar de desesperanza, se verifica un encuentro entre Cristo y los suyos, entre la misericordia y la miseria, que los hace salir de su tristeza y confusión: se encuentran nuevamente con Jesús, el Maestro que había cautivado sus vidas. El encuentro, nos dice el evangelio, los deja gozosos y en paz. Uno de ellos, Tomás, está ausente y no hace la experiencia del amor y presencia de Señor resucitado. Sin embargo, para él también el Señor reserva una palabra de conforto y una invitación a vivir una fe más profunda. (EV) A partir de esas experiencias y fortalecidos con la acción del Espíritu Santo, los apóstoles inician un proceso de transformación que los conducirá al misterio de Pentecostés, momento decisivo, pues los convertirá en apóstoles valientes del evangelio. La vida de la Iglesia naciente nos muestra hasta qué punto aquellos hombres cumplieron cabalmente su misión (1L). En ella, en la Iglesia de los orígenes, había un modo de vivir admirable para los paganos: la enseñanza de los apóstoles, la unidad, la fracción del pan y la oración distinguían la vida cristiana. La Primera Carta de san Pedro es una sentida exhortación a permanecer fieles en medio de las más duras circunstancias de la vida (2L).

El año 2000 san Juan Pablo II instituyó este segundo domingo de Pascua como domingo de la Divina Misericordia. Seguía las revelaciones recibidas por santa Faustina Kowalska. «A santa Faustina, el Señor reveló la importancia crucial para nuestras vidas de la misericordia de Dios, que brota del costado abierto de Cristo y que alcanza a todos los hombres, con tal de que confíen en ella» .

El Papa había experimentado, en su propia persona, la inmensa misericordia divina. En la homilía en la misa del inicio de su pontificado había mostrado ya su alma noble y apasionada cuando decía:

«¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!
Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!» .

Y en el XXV aniversario de su elección como Pontífice, Juan Pablo II comentaba emocionado:

«Misericordias Domini in aeternum cantabo, cantaré eternamente las misericordias del Señor…» (cf. Sal 88, 2). Hace veinticinco años experimenté de modo particular la misericordia divina. En el Cónclave, a través del Colegio cardenalicio, Cristo me dijo también a mí, como en otro tiempo a Pedro a orillas del lago de Genesaret: «Apacienta mis corderos» (Jn 21, 16).
Sentía en mi alma el eco de la pregunta dirigida entonces a Pedro: «¿Me amas? ¿Me amas más que estos…?» (cf. Jn 21, 15-16). ¿Cómo podía, humanamente hablando, no estremecerme? ¿Cómo podía no pesarme una responsabilidad tan grande? Fue necesario recurrir a la misericordia divina para que a la pregunta: «¿Aceptas?», pudiera responder con confianza: «En la obediencia de la fe, ante Cristo mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto».

En la misa de exequias de Juan Pablo II, el cardenal Joseph Ratzinger subrayó la importancia de la Divina Misericordia en la vida del Papa polaco: «[El Papa Juan Pablo II] Ha interpretado para nosotros el misterio pascual como misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal «es en definitiva la divina misericordia».

Nuestro Papa Francisco ha experimentado también de modo muy especial la misericordia divina. Él instituyó el Año de la misericordia que tuvo lugar del 8 de diciembre de 2015 al 20 de noviembre de 2016. En la entrevista que el padre Antonio Spadaro le hacía en los albores de su pontificado, el Santo Padre desvelaba su alma:

«¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?». Se me queda mirando en silencio. Le pregunto si es lícito hacerle esta pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: «No sé cuál puede ser la respuesta exacta… Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador». El Papa sigue reflexionando, concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como si fuese necesario pensarla más. «Bueno, quizá podría decir que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo, soy bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos”». Y repite: «Soy alguien que ha sido mirado por el Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’, es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero».

Por eso, el Papa dice: «[…] la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre».

Así pues, sepamos leer los signos de los tiempos y reconocer en estos tres últimos Papas una invitación perentoria a abandonarnos en la Divina Misericordia.


2. Mensaje doctrinal

a. El poder de la fe

Uno de los mensajes fuertes de nuestra liturgia de este segundo domingo es el poder de la fe en Cristo resucitado. El evangelio nos narra que los apóstoles se encontraban encerrados por miedo a los judíos. Su situación era precaria. Carecían de medios humanos y materiales para enfrentar el estado de cosas. Cristo irrumpe en la escena y da una nueva dimensión a la vida de aquellos hombres: se llenan de alegría, reciben al Espíritu Santo, son enviados por Cristo a una misión que ni siquiera imaginan. En el momento de mayor abatimiento es cuando el poder salvífico de Dios irrumpe con mayor fuerza. Es Cristo resucitado quien da unidad a la Iglesia naciente, quien llena el corazón de los discípulos de gozo, les da fuerza en el Espíritu y los enardece de amor y valentía.

Para el cristiano la invitación a descubrir el poder transformante de Cristo resucitado es siempre actual. El cristiano se encuentra de frente a un mundo complejo en el que la verdad está en crisis. Su misión, por tanto, no es fácil, como tampoco fue fácil la misión de los apóstoles. Él es testigo del amor de Cristo, de su pasión muerte y resurrección. Él tiene que proclamar con valor la verdad sobre el hombre, sobre el mundo, sobre la vida, sobre la eternidad. En cierto sentido él, el cristiano, debe proclamar verdades que no siempre son gustosas, que no tienen siempre buen mercado, pero que son palabras de verdad y salvíficas. Sólo en la fe en Cristo resucitado lograremos, como los primeros discípulos, “hacer la verdad en el amor”, ser sinceros, plenamente sinceros en el amor a Dios y a los hombres.

El ejemplo de Tomás es aleccionador. Es uno de los discípulos, pero no estaba allí cuando apareció el Señor. “Quería ver”, no creía al testimonio de los condiscípulos. “Quería tocar”, quería tener pruebas fehacientes de que efectivamente era Cristo. La fe cuesta. La fe es abandono en un Dios que pide sólo confianza absoluta. Tomás escucha de Cristo palabras de gran profundidad: “No seas incrédulo, sino creyente”. Parece que ésta es la invitación que Cristo hace nuevamente a cada uno: “no seas incrédulo”, no te dejes llevar por raciocinios simplemente humanos. Cree en mí, confía en mí, espera en mí. Estos son los cristianos, estos son los santos: aquellos que se confiaron a Dios de modo total. Pensemos, por ejemplo, en el hospital del Padre Pío, pensemos en las obras de san Juan de Dios, en la Reforma de Santa Teresa de Jesús, o en el arrojo sereno de Edith Stein. En Lepoldo Mandic apóstol de la misericordia divina. No seas incrédulo sino fiel.

«Jesús resucitado se aparece a los discípulos varias veces −nos dice Papa Francisco−. Consuela con paciencia sus corazones desanimados. De este modo realiza, después de su resurrección, la “resurrección” de los discípulos. Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas palabras y tantos ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora, en Pascua, sucede algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia. Jesús los vuelve a levantar con la misericordia, y ellos, misericordiados, se vuelven misericordiosos. Es muy difícil ser misericordioso si uno no se da cuenta de ser misericordiado» .

b. La alabanza significa que el hombre reconoce que la salvación viene de Dios y que Dios lo precede en el esfuerzo de cada día.

En la Primera Carta de san Pedro se expone en pequeños sumarios el credo de las primeras comunidades. Parece que se trata de una catequesis bautismal que subraya de modo especial la alabanza por la acción salvífica de Dios y exhorta a los cristianos a permanecer fieles en las pruebas de la vida. Inicia con una hermosa alabanza a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en quien nacemos a una esperanza viva. La alabanza es el fruto espontáneo por el evento fundamental cristiano: la resurrección de Cristo. Ante la magnitud del amor de Dios y del bien recibido el alma se expresa espontáneamente su júbilo en canto de alabanza. ¡Cantaré el Señor por el bien que me ha hecho! (Sal 13). Así, el cristiano está llamado a una nueva vida, una vida que no se agota en la salud corporal o en los avatares, muchas veces dolorosos de la vida, ni en las relaciones interpersonales tan transidas de penas y alegrías. El cristiano es, desde su bautismo, un ciudadano de una nueva patria. Camina por la tierra poniendo todo su esfuerzo en el quehacer diario, pero su esperanza y su seguridad se encuentran en el cielo, en la patria eterna.

Por eso, la vida cristiana es una vida construida sobre la esperanza, sobre una esperanza que no defrauda y que asegura el caminar por la vida. Se eleva por encima de las realidades visibles y nos lleva al pensamiento de Dios. La esperanza pone de frente a nosotros una heredad, una herencia inmarcesible que el Señor ha reservado para nosotros; y esta heredad cristiana está fuera de peligro conservada en el cielo para nosotros. En el fondo se trata de experimentar cuál es el propósito de Dios para sus elegidos; propósito que se hace palpable en el inmenso amor de Cristo hacia cada uno de nosotros. El cristiano no tiene el derecho de dudar sobre la seguridad de esta heredad, porque su concepción y realización depende de Dios. Esta heredad tiene su razón de ser en la misericordia y en el amor de Dios.


3. Sugerencias pastorales

1. La paz de los hogares cristianos fundados en la misericordia divina.

Cristo se aparece a sus discípulos y les dice: “Paz a vosotros”. Quisiéramos detenernos en esta palabra del Señor para hacer nuestra sugerencia pastoral. ¡Qué necesidad tenemos de lograr la paz en nuestros hogares cristianos! Sabemos que nuestro hogar es el lugar de las relaciones interpersonales, el lugar en el que se cultiva el amor y la entrega sincera de sí a los demás. Pero, también sabemos, que nuestros hogares están asechados por muchos enemigos de dentro y de fuera. En ocasiones se trata de incomprensiones en las relaciones familiares; a veces se trata de situaciones coyunturales: una desgracia, una riña, un malentendido que dan lugar a que se enfríen las relaciones familiares y a que se rompa la paz. Tenemos necesidad de ser “misericordiados” para dar misericordia. La paz del hogar se logra con la aportación de todos, con el sacrificio de todos, con el perdón de todos. Sin perdón no puede haber paz.

Es elocuente el texto del Santo Padre en la Jornada de la paz al inicio del año:
«En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34). Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera entre todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso .

Sepamos en nuestros hogares dar y recibir el perdón, ser “misericordiados” y misericordiosos, y veremos que crecerá la paz y caminaremos por sendas de gozo y alegría, quizá, hasta entonces desconocidas.

2. La rapidez del crecimiento de la primera comunidad como signo de la bendición divina y de la fuerza del Espíritu Santo.

Una segunda sugerencia pastoral se refiere al fervor que se descubre en las primeras comunidades por aumentar el número de los prosélitos. La Sagrada Escritura nos dice que la primera comunidad crecía con rapidez. Quizá es bueno preguntarnos si en el corazón de cada uno de nosotros existe este anhelo de invitar a otros a la fe. Si realmente me intereso por llevar a los hombres al conocimiento y a la experiencia de Cristo. Es esencial a la vida del cristiano la tarea apostólica. El hacer crecer la comunidad. ¿Nos damos cuenta del peligro de descristianización que afecta nuestras sociedades occidentales? ¿Sentimos como deber propio imbuir la cultura, la vida, el pensamiento de los hombres de la verdad cristiana? Son preguntas que deben movernos a una acción más decidida y generosa. La fe se acrecienta dándola.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC