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Homilía Domingo XVII tiempo ordinario ciclo (A)

Sagrada Escritura

1Re 3,5.7-12
Sal 118
Rm 8, 28-30
Mt 13, 44-52

1. Nexo entre las lecturas

El hilo conductor que propone a nuestra meditación la liturgia del día es la sabiduría del corazón. Salomón, prototipo del rey ideal de la Antigua Alianza, es precisamente lo que pide al Señor en su oración: “Te pido que me concedas sabiduría de corazón para que sepa gobernar a tu pueblo”. (IL). El Señor, ante aquella petición sensata y desinteresada del rey, le concede el corazón dócil y sabio del hombre que “pone su descanso en la ley del Señor, que ama sus mandamientos más que el oro purísimo, que estima en más sus enseñanzas que mil monedas de oro y plata” (SAL). Todas estas actitudes encuentran su plenitud precisamente en el corazón de la gente sencilla (cf. Mt 11,25) que sabe descubrir el valor del Reino de los cielos y está dispuesto a vender cuanto tiene para comprarlo (EV). Ese misterio del Reino, condensado en la imagen del campo y de la perla, y cuyo contenido esencial es Cristo, llega a su cumplimiento una vez que hemos reproducido en nosotros mismos su imagen (2L).

2. Mensaje doctrinal

1. El valor del reino.

Estas parábolas forman parte de las siete que menciona Mateo y tienen como único argumento el misterio del reino de los cielos: su revelación, su manifestación, la parte que en ese reino nos está reservada, las exigencias que debemos afrontar para alcanzar ese reino y su cumplimiento al final de los tiempos. En particular, estas dos parábolas, sea la primera, que pone en escena a un hombre que encuentra por casualidad un tesoro escondido en el campo y vende cuanto tiene para comprarlo (Mt 13, 44), sea la segunda, que nos presenta a un vendedor de perlas que, al descubrir una de mayor valor, vende todas las que tiene para conseguir aquella más preciosa ( Mt 13, 45-46), nos revelan esta realidad: el reino de los cielos es un tesoro que no tiene precio. Todo palidece ante el Reino de los cielos cuando éste ha sido descubierto en su plenitud, ya que no es otra que Cristo mismo (cf. San Cipriano, Dom. orat. 13). Este queda recalcado por la alegría (v.44) que experimenta el hombre al encontrarlo. Es una alegría profunda que empuja al hombre a la posesión de un bien, de frente al que todos los otros pierden su peso y su valor. De hecho, el hombre que habiendo descubierto esta perla o este tesoro opta por conservar sus bienes, permanece triste (cf. Mt 19, 22). Es, en definitiva, el valor de la Nueva Alianza que supera y lleva a su plenitud la Antigua, predicada e inaugurada por Cristo en la tierra (cf. Lumen Gentium 3) para elevar a los hombres a la participación de la vida divina.

2. La radicalidad del reino de los cielos.

La radicalidad que Cristo exige para poder ser partícipes del Reino es total. Es preciso venderlo todo, arriesgarlo todo, poner todo en juego para ganar el Reino. Todo el mensaje de Cristo se caracteriza por esta exigencia de totalidad y autenticidad. “Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu” (Pastores dabo vobis 27). Comprender esto no depende, ciertamente, de la inteligencia humana de los sabios e inteligentes, sino que es fruto de la sabiduría divina que Dios otorga a los humildes y pequeños. En este sentido, el Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir, a los que lo acogen con un corazón humilde y desprendido de todo: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). Bienaventurados, es decir, felices, dichosos. La radicalidad evangélica que pide el desprendimiento de todo para ganar el reino es ya una felicidad; quienes la realizan sienten la dicha de ser libres, la felicidad de ser puros, la dicha incomparable de encontrar a Dios (cf. Luis María Martínez, El Espíritu Santo y las Bienaventuranzas, Ed. La Cruz, México 1984, 27). De hecho, la petición que dirigimos a Dios en la oración colecta es precisamente ésta: “que instruidos y guiados por ti, de tal manera nos sirvamos de los bienes pasajeros que podamos adherirnos ya a los eternos”.

3. Sugerencias pastorales

1. Pedir al Señor el don de sabiduría

La petición del rey Salomón es la petición de un pastor que desea guiar a su pueblo por el camino del Señor. El sacerdote ha sido puesto por Dios al frente de su pueblo como pastor y jefe de almas. De ahí, que tenga continuamente necesidad de la verdadera sabiduría de corazón para poder guiar por el camino recto a las almas que a él se acercan en busca de luz y de consejo. Él mismo, hombre frágil como sus hermanos, necesita la luz de Dios para poder comunicarla. Es, por tanto, necesario pedir a Dios este don del Espíritu que nos capacita para saborear y tener cierta connaturalidad con las cosas divinas. A través de este don, el sacerdote puede adquirir un conocimiento más profundo de Dios, no sólo teórico sino, sobre todo, un conocimiento experimental, que le permita comunicar con fuego y convicción esa realidad que ha conocido y amado en la oración. El don de sabiduría da fortaleza al sacerdote y lleva en él a su máxima perfección la virtud e la caridad, de tal manera que, dirigiendo su corazón únicamente a Dios como único tesoro, puede vivir desprendido de las cosas de este mundo.

2. La alegría de poseer el único tesoro que no se corroe

La vida cristiana es un camino de plenitud y alegría verdadera porque toda ella está encaminada a poseer a Dios, único ser que puede colmar el anhelo de felicidad de hombre. “Nos hiciste para ti, Señor e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti” (San Agustín, Confesiones 1,1). El cristiano debe saber vivir en este mundo sin ser del mundo, debe aprender a valorar en su justo valor los bienes de este mundo sin anclar su corazón en ninguno de ellos. Más aún, debe estar dispuesto a venderlo todo consciente de que su única posesión verdadera es Dios. Paradójicamente aquello en lo que generalmente se piensa que se encuentra la alegría, la riqueza, los bienes materiales, los placeres, que por lo demás han pasado a ser los valores preponderantes de la cultura, desencantan al corazón del hombre hecho a una medida que sólo Dios puede colmar. Sin ser en sí mismas malas, las riquezas pueden convertirse en un impedimento y un obstáculo para vivir una vida cristiana auténtica ya que con facilidad desvían el corazón del hombre hacia los intereses del mundo. Es preciso, pues, enseñar a los hombres a vivir el desprendimiento afectivo y efectivo de todo aquello que en nuestro corazón quita espacio a Dios.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC