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Homilía XV domingo ordinario ciclo A

Sagrada Escritura

Is 55,10-11
Sal 64
Rm 8, 18-23
Mt 13, 1-23

1. Nexo entre las lecturas

La liturgia de este día se mueve como un péndulo entre dos verdades importantes. De una parte, se subraya “la eficacia de la Palabra de Dios”. Todo aquello que Dios dice es verdadero y encontrará su cumplimiento en el momento oportuno. Ella, la Palabra de Dios, desciende desde el cielo como “lluvia que empapa y fecunda la tierra” (1L). Por otra parte, aparece “la necesidad de que el terreno esté bien preparado para acoger la semilla y producir fruto”. Aunque el sembrador siembra a voleo y con auténtica generosidad, y a pesar de que la semilla tiene una virtualidad propia, se requiere que la tierra esté preparada y bien dispuesta (EV). El tema es de grande interés, se trata de la colaboración entre la gracia de Dios y la aportación de la libertad humana. Una comprensión exacta y profunda de la liturgia de este día, nos conduce sin duda a una vida cristiana más auténtica y comprometida, fundada ciertamente en la eficacia de la Palabra de Dios, pero al mismo tiempo responsable de los dones recibidos y de la necesidad de producir fruto. Por su parte, el texto de la carta a los romanos nos muestra que la creación entera “está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios”. Nos encontramos en una situación paradójica: el hombre ha sido ya salvado y redimido por la obra de Cristo, pero aún le queda peregrinar en la tierra hacia la posesión plena de Dios. “Ya, pero todavía no”. La imagen de un parto que entraña simultáneamente gozo y dolor, expresa adecuadamente la situación del cristiano: posee las primicias del espíritu, pero gime hasta llegar a la redención de su cuerpo (2L).

2. Mensaje doctrinal

1. La Palabra de Dios es eficaz

La Palabra de Dios revela y, al mismo tiempo, obra aquello que revela. Ella es verdadera y es eficaz. Esta segunda característica es la que aparece más claramente en el texto del deutero Isaías que hoy consideramos. La imagen, tomada de la vida del campo, es particularmente sugestiva y penetrante: la lluvia y la nieve caen del cielo, pero antes de tornar nuevamente allá, fecundan la tierra y producen un fruto abundante. De igual modo, la Palabra de Dios desciende del cielo, pero no torna sin llevar un fruto. Esta afirmación es altamente consoladora para quien tiene en suma estima la Palabra de Dios y medita en ella “día y noche”. Podemos afirmar que toda la Biblia está penetrada de esta verdad. En ella, se funda la esperanza del pueblo, sobre todo en los momentos de mayor angustia y adversidad, pues la Palabra de Dios no puede quedar incumplida. El texto de Isaías se encuadra en la dura prueba del exilio, ante ella Israel medita la promesa del Señor: Dios ha prometido la liberación del exilio como un nuevo éxodo; no se puede dudar de que esto tendrá lugar, porque Dios cumple aquello que dice. Su palabra no es vana sino eficaz. Esta Palabra posee además una dimensión creativa. Produce una nueva realidad que no existía y hace nuevas todas las cosas.

“Por la palabra de Yahve fueron hechos los cielos
por el soplo de su boca toda su compañía.
Pues él habló y fue así,
mandó él y se hizo”: Sal 33, 6,9.

Así, la Palabra de Dios es creadora; creadora de la historia, especialmente de la historia salvífica. En cada instante, tiene el poder de crear, de dar vida, de ofrecer la salvación. En realidad, esta Palabra de Dios es su plan salvífico es la expresión de su amor que se ha concretado en su alianza con Abrahán (la promesa de una descendencia numerosa – y la promesa de la tierra) con Moisés (la Alianza sinaítica constituye el pueblo y hace presente la cercanía del Señor). Esta alianza encuentra su máxima expresión en Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada. Él nos manifiesta el amor del Padre y nos envía su Espíritu para llevar a cumplimiento el plan de salvación en su cuerpo que es la Iglesia.

2. El sembrador y la esperanza

La experiencia humana nos demuestra que junto con la siembra nace la esperanza del sembrador. La siembra tiene su origen y raíz en la esperanza, pues nadie sembraría si no tuviera la confianza de recoger un fruto; pero al mismo, la siembra alimenta la esperanza. Al ponerse a trabajar el sembrador en la preparación de la tierra y en el esparcimiento de la semilla, su espíritu se llena de esperanza y de gozo al ver, en el futuro, realizada la promesa de su trabajo. De este modo el sembrador tiene su mirada puesta, no tanto en los trabajos presentes, llenos de fatiga y sudor, cuanto en el futuro que promete una valiosa cosecha.

La fecundidad de la que nos habla la parábola del Señor es simbólica. En realidad, en los terrenos de Palestina la fertilidad de la tierra arroja al máximo el diez por uno. Hablar por la tanto, del treinta, sesenta y ciento por uno, supone una fertilidad que supera con mucho las posibilidades de la tierra misma, y posee un carácter simbólico. Ahora bien, el sembrador lanza su semilla a voleo y sabe que parte de su semilla se pierde, cae en tierra infértil, se queda al margen del camino, se la comen los pájaros, cae entre piedras y espinos… Sin embargo, no por ello deja de sembrar; muy por el contrario, cuanto mayor pueda ser el riesgo de que el terreno no produzca todo lo deseado, tanto mayor será el cuidado de sembrar con la mayor de las artes posibles. Mal sembrador sería el que guardase la semilla en el saco por temor de los peligros. Debe enfrentar con entereza de ánimo los riesgos del terreno y debe seguir sembrando, pues únicamente con una siembra generosa se puede esperar una cosecha ubérrima.

Lo espléndido de la parábola es que, no obstante que el terreno es irregular y no ofrece excesivas garantías, el sembrador lanza su semilla; y algunas semanas más tarde, la semilla empieza a producir su fruto, en algunos casos treinta en otros sesenta y en el ciento por uno. Esto confirma que el sembrador tenía razón en sembrar con generosidad y gran sacrificio. Era preciso no ahorrarse esfuerzo alguno y aprovechar con inteligencia el tiempo disponible. Un sembrador que, previendo que parte de su semilla quedase fuera del camino, renunciase a sembrar y a intentar nuevos caminos, obraría insensatamente. No manifestaría plena confianza en el poder de la semilla para vencer los obstáculos y crecer, incluso en aquellos lugares donde la tierra no asegura ni el treinta por uno. En realidad, el sembrador no puede dejar de sembrar. Es aquí donde se revela la profundidad de vida de esos hombres, los santos, que no se conceden descanso en su labor apostólica. Nos sorprende ver cuántas obras valiosas han puesto en pie en un arco relativamente corto de tiempo. Pensemos en santo Tomás de Aquino y la Suma de Teología, por ejemplo, o en san Juan Bosco que en poco tiempo puso en pie innumerables instituciones en favor de los jóvenes. El mundo está en espera de la manifestación de los Hijos de Dios.

3. Sugerencias pastorales

1. Hay que vivir sembrandoHay algunos que ante las dificultades de los tiempos presentes se echan atrás, pierden el sentido de su existencia, se dejan arrebatar por el miedo y la inhibición en la práctica del bien. La liturgia de este día nos invita más bien a lo contrario: a confiar en la eficacia de la palabra

Espontáneamente viene a nuestra mente la exhortación del apóstol de las gentes: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tm 4,2). Proclama la Palabra, sé un buen sembrador, no te reserves tiempo ni energías. En tu esfuerzo de hoy está tu esperanza del mañana. En tu lucha cotidiana, está el descanso de una vida eterna con Dios y una fecundidad espiritual que supera con mucho las cualidades mismas del terreno. Insiste a tiempo y destiempo, es decir, siembra a manos llenas. Ten confianza en la semilla, prepara el terreno, aprovecha el día, porque la vida es corta y la eternidad ya ha comenzado.

Ninguno de los sacerdotes prisioneros en Dachau durante el último conflicto mundial, imaginó, siquiera de lejos, que su testimonio de vida, de amor a la eucaristía, de caridad cristiana, vencería el odio del adversario, rompería las alambradas de espinas y los campos de concentración, y daría frutos en cientos de sacerdotes que vienen detrás iluminados por su fidelidad y testimonio. La semilla había caído en el surco y empezaba a fructificar.

2. Es necesario preparar el terreno.

La parábola del sembrador invita espontáneamente a hacer examen de la propia vida. ¿Qué tipo de terreno soy yo? ¿Qué tipo de terreno ofrezco a la semilla que Dios pone en mi alma? Sería de desear, que en este día entráramos al fondo del alma y nos decidiésemos, con sinceridad, a ser buen terreno, a cultivar nuestra alma, quitando piedras y espinos, es decir, pasiones desordenadas, vicios y pecados. La palabra de Dios suena en nuestra alma como campana que toca a rebato, es decir, como invitación para reunir las fuerzas espirituales de frente al enemigo de nuestra alma (el orgullo, el amor propio, el demonio, el mundo) y preparemos el terreno con la gracia, la virtud.

Pero, también es necesario preparar el terreno de las almas encomendadas. Los padres deben preparar el terreno en el corazón de sus hijos para acoger el amor de Dios. Los maestros educan no sólo las mentes, sino primeramente el corazón y el alma de sus educandos. Todos somos responsables del bien espiritual y material de nuestros hermanos. Todos tenemos la obligación de preparar el terreno para la llegada de Dios. No nos cansemos de ser buenos agricultores de los surcos divinos, no nos cansemos de preparar el camino para que Jesucristo halle una digna acogida en el corazón de las personas.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC