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Homilía domingo XI tiempo ordinario ciclo a

Sagrada Escritura

Ex 19, 2-6a
Sal 99
Rm 5, 6-11
Mt 9,36-10,8

1. Nexo entre las lecturas

Sabed que el Señor es Dios, que Él nos ha hecho y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño. Es el tema de la elección de Dios el que nos ofrece un lazo de unidad entre las lecturas de este décimo primer domingo del tiempo ordinario. Se trata de la llamada de Yahveh para ser su pueblo y ovejas de su rebaño. (SAL). Si el pueblo guarda la alianza, el Señor será su Dios y él su propiedad personal entre todas las naciones (1L). El evangelio, por su parte, nos habla de una nueva elección, la de los apóstoles para que anuncien la buena noticia; para que hagan presente que, en Jesucristo se han cumplido todas las promesas anunciadas por Dios a su pueblo. Dios se compadece de su pueblo al verlo “como ovejas que no tienen pastor”(EV). Su misericordia es eterna y va de edad en edad. Pablo, en el texto de la carta a los romanos, nos expresa la profundidad de esta misericordia, pues Dios nos amó cuando todavía éramos pecadores. Si siendo pecadores tuvo tanta misericordia de nosotros, cuánto más la tendrá ahora que estamos reconciliados con él (2L). El tema de la elección de Dios nos abre a una gozosa esperanza.

2. Mensaje doctrinal

1. El amor y la compasión de Dios

El tema de la compasión de Dios vuelve a aparecer en este undécimo domingo del tiempo ordinario y atraviesa y penetra las lecturas de este día. La compasión de Dios, hessed, no es una simple aflicción por el estado en el que se encuentra el hombre después de su caída. Ciertamente, el estado del hombre es dramático pues, una vez cometido el pecado, se abre ante él un abismo de miseria y degradación que no conoce límites. Dios, en su misericordia y en su amor, no permaneció ajeno a la situación desgraciada y dramática del hombre. Las palabras de Jesús que expresan misericordia al ver a la multitud “extenuada y abandonada como ovejas sin pastor”, no se detienen en un mero sentimiento, sino que pasan a la acción. El amor cuando es crecido, no puede estar si obrar. Gregorio de Nisa expresa con acierto el amor que Dios nutría por su creatura al verla desbarrancada en el pecado:

«¿Por medio de quién necesitaba (el hombre caído en pecado) ser de nuevo llamado a la gracia del principio? ¿A quién importaba el levantamiento del que estaba caído, la reanimación del que había perecido, el encarrilamiento del que estaba extraviado? ¿A quién más, sino al Señor absoluto de la naturaleza? Porque solamente al que desde el principio otorgó la vida le correspondía y le era posible reanimarla incluso perdida. Esto es lo que escuchamos de parte del misterio de la verdad al enseñarnos que en el principio Dios creó al hombre, y que lo ha salvado después de su caída». (Or. Cat. VIII, PG 45, 39C)

Así pues, la compasión de Dios nace de su amor y se manifiesta en una intervención salvífica en favor de quien tan gravemente se había desbarrancado. Es un que amor que sufre cuando ve privado al amado del bien original; es decir, cuando ve privado al hombre de la inocencia primera con la que lo creó: la gracia del principio.

Era tal la magnitud del desorden que se había introducido, que sólo Dios podía salvar al hombre. Éste es regenerado por medio de un nuevo nacimiento; su regeneración excede las fuerzas de la criatura se encuentra en la línea de la creación. Sólo aquel que dio al hombre la vida en el principio, puede devolvérsela ahora, puede restaurarlo conforme a la primitiva imagen. Sólo Dios podía llamar de nuevo al hombre, y esto era conveniente. Es conveniente por ser una obra buena, y esta obra buena es coherente con el primitivo móvil de la creación: Dios creó al hombre por amor.

Mientras el pecado se describe como «abulia», falta de energía en el bien. La obra salvadora se ve como una nueva vocación, una nueva llamada, como una conducción de la mano del hombre por parte de Dios. Se trata -y por eso es necesario un poder creador- de volver al hombre, que ha perdido su parentesco con Dios, su impasibilidad y su inmortalidad, al primitivo estado en que fue creado.

¿Cuál es, pues, la causa de que la divinidad se abaje a tan vil condición que la misma fe duda en creer que Dios, el ser infinito, incomprensible, inexpresable, el que está por encima de toda concepción y de toda grandeza, se mezcle con la impureza de la naturaleza humana…? Se pregunta Gregorio de Nisa Es tal el abajamiento, la kénosis de un Dios trascendente que resulta difícil para la fe consentir en la Encarnación. Ha sido de tal manera fuerte la unión de las naturalezas que todo aquello que sucede en la naturaleza humana es atribuido a la única persona del Verbo: el nacer, el morir, el sufrir. Así pues, si buscamos la causa del nacer de Dios entre los hombres tenemos que recurrir al amor divino y a su deseo de dispensar bienes. Sólo si atendemos a los bienes de origen divino que nos han sido dados, podemos reconocer al autor de los mismos. Al bienhechor lo reconocemos por los bienes recibidos. Si, pues, el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina, ya tenemos la razón que buscábamos, ya tenemos la causa de la presencia de Dios entre los hombres. Conviene insistir en esta afirmación: «el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina». Aquí se encierra el misterio de la presencia de Dios entre los hombres.

2. De la misericordia a la elección

«Jesús, viendo a la muchedumbre, sintió compasión de ellos, porque estaban […] como ovejas sin pastor». En el Evangelio, es la compasión la que precede inmediatamente a la elección. Cristo siente compasión, no sólo por la situación física de la muchedumbre, -de modo que enviará a los apóstoles a sanar los cuerpos- sino, sobre todo, de su estado espiritual y de su salvación eterna. Cristo quiere que esa sangre que derramará «por todos los hombres» llegue a todos; que todos se puedan beneficiar de su redención. Pero para lograr esto necesitará de operarios, de muchos operarios, en este contexto se pone la elección de los Doce.

No es difícil entender por qué les manda ceñirse a la predicación al pueblo de Israel excluyendo a los gentiles. En realidad, Israel fue el pueblo elegido el «reino de sacerdotes y la nación santa» que el Señor se quiso, y por lo tanto a ellos les correspondía en primer lugar el anuncio de la buena nueva. En la elección de Israel notamos un amor totalmente desinteresado por parte de Dios. Notamos también un amor que se va manifestando cada vez más como universal. Este amor es gratuito y de alcance universal: Dios quiso amarlo, y lo amó y le fue fiel hasta el fin. Pero al mismo tiempo, este amor es una imagen del amor que Dios tendrá a su Iglesia, su nuevo pueblo. Una vez que Cristo resucite, ordenará a sus discípulos que lleven la Buena Nueva a todas las gentes.

3. Sugerencias pastorales

1. La misión y la evangelización

La misión apostólica de los laicos consiste fundamentalmente en vivir santamente consagrando así el mundo a Dios (cf. Lumen Gentium, 34). Sin embargo, el seglar también puede y debe, si tiene la posibilidad, colaborar activamente en la evangelización. No se trata de algo accidental, sino algo que toca la esencia misma de su vocación como bautizado. Es preciso que todos nos dejemos penetrar por el amor de Cristo hacia la humanidad, de forma que tengamos el mismo corazón de Él inflamado de amor por los hombres. Así nacerá, también en los fieles, la compasión que, con Cristo, surge al contemplar a las muchedumbres sin pastor. Es una necesidad que surge en la propia conciencia y que es preciso no acallar. En la encíclica Solicitudo rei socialis se lee: «La Solidaridad no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. (Solicitudo rei socialis 38). Ciertamente, aquí se hace referencia a la solidaridad de carácter material, pero es aplicable, y de modo muy profundo, a los bienes del espíritu. Es necesario sentir en la propia alma la tristeza por el sufrimiento material y espiritual de nuestros prójimos. Nada de lo propiamente humano nos puede resultar indiferente.

2. Las vocaciones

También es cierto que el texto evangélico nos hace pensar inmediatamente en los ministros del altar, en los sacerdotes. El tema de las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada, es un tema que preocupa a la Iglesia. Nos corresponde, por tanto, rezar siempre para que Dios envíe operarios a su mies y trabajar activamente para lograrlo. No podemos esperar que las vocaciones nazcan sin un verdadero compromiso de nuestra parte. En este sentido, conviene avivar en nuestros corazones el sentido de misión de nuestra vocación cristiana: el tema de las vocaciones es una responsabilidad de todos y nos afecta a todos. ¡Cuánto bien podemos hacer en el seno de nuestras familias creando un ambiente favorable al surgimiento de nuevas vocaciones! En este sentido, es la madre quien desempeña un papel importantísimo. Ella es la educadora en la fe y la educadora del corazón de sus hijos. A través del amor plenamente desinteresado de la madre, los esposos y los hijos se abren a un amor de esta misma índole, un amor desinteresado capaz de arriesgar la propia vida por el ser amado.

P. Otavio Ortiz de Montellano, LC