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Homilía Domingo de la Pascua de Resurrección del Señor ciclo a

Hch 10,34ª. 37-43
Sal 117
Col 3,1-4
Secuencia
Jn 20, 1-9

¡Este es el día que hizo el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo! Es el día de la creación, es el día de la recreación, es el día del amor divino, el día de la divinización del ser humano. La vigilia pascual deja en nuestra alma: un no sé qué que se alcanza por ventura. La vigilia de ayer noche y la mañana que despunta, nos piden tiempo: deberíamos requerir amistosamente a Jesús: Señor, detén el tiempo, introdúceme en la alcoba interior del amor. Tengo necesidad de considerar algunas cosas despaciosamente, lentamente, contigo.

A María, la Madre del Señor, a María Magdalena -protoapóstol- y a los apóstoles se les dio conocer la manifestación de Jesús resucitado. En efecto, dicen los hechos de los apóstoles: «A este (Jesús) lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos» (Hch 10, 39-41). Ahora nosotros nos sumamos a los testigos escogidos: Jesús resucitado se nos manifiesta.

Quizá podamos detener el tiempo ponderando algunas palabras de lo vivido en este triduo.

1.  Luz

Dice Dios al inicio de la creación:  Hágase la luz y la luz fue hecha, y era buena y era bella. Todavía no había sol, ni tierra, ni agua, pero ya era la luz. La luz, qué hermoso misterio en el que reposa y se distiende nuestra alma. Es la luz que da sentido y belleza a las cosas. ¡Ella es invisible, pero la vemos! Es la luz, también, columna de nube misteriosa y de fuego ardoroso que guía a Israel. Esta luz, hoy, vence sobre el pecado y la muerte. Esta luz, hoy, descerraja las tinieblas. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, | y nos ha trasladado | al reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención, | el perdón de los pecados (Col, 1, 13-14). Es la luz de nuestro cirio pascual hecho por la abeja fecunda. ¿Qué nos dice nuestro hermoso y silencioso cirio? Que el Señor es luminoso, es bello; pero también es ardoroso como fuego que quema, purifica, transforma: llama que tiernamente hieres. Nos dice que es principio y fin, Alfa y Omega, que suyos son los tiempos y la eternidad. Este es el día que hizo el Señor, este es el día del tiempo y la eternidad. Es el día de la luz. Sea nuestra alegría y nuestro gozo.

2.      Vida

Una segunda palabra que nos permite hacer que el tiempo discurra lentamente y que camine al ritmo del corazón, es Vida. La muerte ha sido vencida y esta vida que veo a cada instante, esta vida que toco, esta vida que la tengo y es mía, esta vida que junto con Dios la vivo, me conduce a la vida plena, a la vida eterna. Descubro que el tiempo es la intensidad desplegada del amor; que el tiempo todo lo conduce a su plena realización; que, como dije Giulliana de Norwick, todo será bien. ¡La vida! Detente un poco y mira que la Vida te mira. Mira que la Vida misma vino para que tuvieras vida, para que te desplegaras armoniosamente. Has llegado a participar en la vida divina.  En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5Y la luz brilla en la tiniebla. (Jn 1, 4-5).

Nosotros experimentamos continuamente el gusto amargo del límite del pecado, pero desde el día del Señor, a partir de su Resurrección, ya no nos abandonamos a la recriminación o angustia. Sabemos que en nuestro interior actúa el poder de la divinidad que vence el pecado y la muerte. Ya no estamos solos «para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él vierte la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia»[1].

Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba. ¿Qué nos dices Pablo? ¡Que hemos resucitado con Cristo! Sí, somos creaturas nuevas. En Cristo hemos vencido el pecado y la muerte y, sin embargo, “ya, pero todavía no”. Misterio del tiempo presente: somos de la luz, pero todavía luchamos con las tinieblas; somos de la gracia, pero todavía nos muerde el pecado. Y, sin embargo, ya se vierte en nosotros la divinidad: tenemos el Espíritu del Padre. Hemos llegado a ser partícipes de la naturaleza divina. Pues su poder divino nos ha concedido todo lo que conduce a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento del que nos ha llamado con su propia gloria y potencia, con las cuales se nos han concedido las preciosas y sublimes promesas, para que, por medio de ellas, seáis partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,3-4).

3.      Mano

La última palabra que nos ayuda a atrapar el tiempo es mano. Es la mano herida de Jesús que toma la mano pecadora de Adán y Eva. El Señor, toma con una mano a Adán y, lleno de emoción, le dice: “Eamus hinc”, salgamos de aquí no te cree para que vivieras en la oscuridad, ya no te coloco en el paraíso, sino en la eternidad. El Señor toma con sus manos nuestra humanidad doliente y nos conduce a la eternidad. ¡Oh mis manos, qué misterio! Las manos que, en los sacerdotes, han sido expropiadas y han sido ungidas con el óleo de la oliva de la casa del Señor. Las manos que, en María Magdalena, quieren levantar sola el cuerpo de Jesús. Las manos, las de los fieles todos, que aprenden a soltar, a no acaparar para sí, a no golpear, a dar, a bendecir, a levantar. ¡Oh mis manos han sido tomadas cariñosamente por las manos de Jesús!

«Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas» Simeón el nuevo teólogo, Himnos, II, vv. 19-27: SCh 156, 178-179.

[1] Juan Pablo II, Carta apostólica Orientale Lumen, 2 de mayo de 1995.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC