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Homilía VI domingo de pascua ciclo a

Sagrada Escritura

 Hch 8,5_8.14_17
Sal 65
1Pe 3,15_18
Jn 14,15_21 

  1. Nexo entre las lecturas

 “Yo rogaré al Padre y Él os enviará otro Consolador que esté siempre con vosotros”. Esta frase del Evangelio unifica la liturgia de la Palabra de este Domingo previo a las Solemnidades de la Ascensión y de Pentecostés. La Iglesia primitiva -como nosotros ahora- ha vivido una larga experiencia de Cristo Resucitado y hoy se le anuncia la partida del Señor. Cristo, sin embargo, no la deja sola. Desvela el misterio trinitario y promete la presencia de un defensor y consolador: el Espíritu Santo. (EV) Este discurso de despedida del Señor nos hace crecer en la esperanza cristiana y exclamar, junto con el salmista, que el evento de Pentecostés es una “obra admirable” y que toda la tierra ha de aclamar al Señor, pues ha hecho prodigios por los hombres. Así, los samaritanos, apóstatas del judaísmo, serán admitidos por la acción del Espíritu Santo en la nueva comunidad, pues él obrará su Pentecostés sin acepción de personas, bastando sólo su conversión y aceptación de la Palabra de Dios (1L). Este abogado defensor hará también que los cristianos perseguidos veneren a su Señor desde su corazón y den testimonio cumpliendo el mandamiento del Señor, amando a sus verdugos como Cristo los ha amado, padeciendo con sencillez, respeto y paz de conciencia (2L).

  1. Mensaje doctrinal
  1. El Paráclito

La liturgia quiere, al igual que Cristo en la última Cena, preparar el evento de Pentecostés desvelando la identidad y misión del Espíritu Santo. En el contexto de su partida, Cristo promete la presencia del Paráclito. La teología nos enseña que el Espíritu Santo es el amor absoluto de Dios, es la comunión de amor entre el Padre y el Hijo, lo más íntimo que hay en Dios (Patrística latina). También, es la manifestación externa de Dios (Patrística griega), viento impetuoso y luz fulgurante, invisible. Es quien nos hace conocer el misterio de Dios y nos introduce en la comprensión de la revelación del Padre, dada por Jesús, Hijo de Dios hecho hombre. Nos dice el Concilio de Orange: «Nadie puede consentir a la predicación evangélica, como es menester para conseguir la salvación, sin la iluminación del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en el consentir y creer a la verdad» [Conc. de Orange, v. 178 ss. Denz. 3010].

Cristo en este Evangelio se refiere al Espíritu Santo con la palabra Paráclito, que viene del griego parákletos. Contiene varias acepciones que explican mejor la función de la Tercera Persona de la Trinidad. La traducción literal sería “uno llamado de cerca”, por tanto, alguien que es llamado a ayudar; así se tradujo al latín como advocatus, abogado. Otra acepción que nos ilumina es la de “interceder, apelar, suplicar”. Por tanto, el Espíritu Santo es un intercesor, un portavoz, un protector amigo. La acepción más conocida es “consolador”. Por último, indica la acción de exhortación y enardecimiento que se encuentra en la predicación de los primeros cristianos.

Apliquemos estas acepciones a nuestra homilía.

El Paráclito es un testigo en defensa de Jesús y su portavoz frente a sus enemigos. Lo vemos reflejado en la experiencia de la comunidad primitiva a la cual escribe San Pedro. Les aconseja para dar razón de su esperanza: su fe en Cristo que murió y resucitó para llevar a todo hombre hacia Dios. Todo ello, con actitudes contrarias a los comportamientos paganos. La actitud propia del cristiano es la sencillez de vida, el respeto y amor al enemigo, la paz de la conciencia, es decir, la autenticidad y pureza. Todo ello, aunque se tenga que sufrir y ser menospreciado por la gente. El cristiano debe siempre hacer el bien sin desfallecer. ¡Nunca dejar de hacer el bien! Los primeros cristianos fueron capaces de defender la causa de Cristo, la presencia de Cristo en sus corazones, gracias a la acción del Espíritu testimonio y defensor.

El Paráclito es un maestro y un guía de los discípulos. Así, se entiende cómo Felipe va a un pueblo medio pagano, odiado por los judíos por ser apóstata, y les predica el Evangelio. La fuerza del Espíritu será confirmada con la imposición de manos de Juan y Pedro sobre el pueblo de Samaría. Desde entonces, existe solidaridad y participación en la misma gracia. Los que antes eran excluidos de la comunidad judía, entran ahora a formar parte de la comunidad cristiana por iniciativa del Espíritu Santo.

El Paráclito es un consolador para los discípulos. Podemos ver reflejado esto en la experiencia del salmista que invita a cuantos temen y aman al Señor a venir y a escuchar cuanto ha hecho el Señor. La alegría de la consolación invita a exultar, a celebrar la gloria de Dios y de su poder.

  1. El Espíritu de Verdad y Cristo Resucitado

Cristo promete y presenta a sus discípulos a la tercera persona de la Trinidad para que hagan amistad y alianza con él, para ser adoradores del Padre en espíritu y en verdad, para ser fortalecidos con su gracia divina. Cabe preguntarnos cuál es la finalidad de reflexionar en este tiempo pascual sobre la relación íntima entre Cristo y el Espíritu Santo. La respuesta nos la da el Papa Juan Pablo II en su encíclica dedicada al Espíritu Santo: «Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don, se realiza precisamente en este momento. Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del “nuevo inicio” de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único”.(81) Ya en el “dar” el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero». (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 23).

Ante todo, sorprende el paralelismo de la misión de Cristo y de la misión del Espíritu Santo: El Espíritu Santo viene al mundo y es enviado en nombre de Jesús; mientras que Cristo vino al mundo y fue enviado en nombre del Padre. Es el espíritu de verdad, el Espíritu Santo, mientras que Jesús es la verdad, el Santo de Dios. El Espíritu Santo debe guiar a los discípulos en el camino a la verdad entera, mientras que Cristo es el camino y la verdad misma. El Paráclito glorifica a Jesús, como este glorifica al Padre. No es aceptado por el mundo, como tampoco Cristo.

El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad, porque es el mismo Espíritu de Cristo, que es la verdad del Padre revelada a los hombres. Él no revela nada de nuevo, no aporta ninguna nueva revelación. Espíritu de verdad, porque se relaciona con ella, revelación visible de Dios, que es Jesús. Por eso, introduce a los creyentes en la comprensión siempre más profunda de Jesucristo. Enseñará tomando de lo que predicó Jesucristo y lo anuncia a los discípulos (Jn 16,13-15). Después de la partida de Jesús y en la espera de su regreso, el Espíritu Santo sustituye a Cristo y les enseña el misterio de Jesucristo; les hace testigos auténticos del Evangelio y de la fe que profesan. Así también hoy asegura a la Iglesia el camino de la Verdad en su Magisterio y en sus determinaciones.

  1. Sugerencias pastorales
  1. La Iglesia vive un nuevo Pentecostés. Los movimientos eclesiales carismáticos, la Renovación en el Espíritu, los retiros de Emaús, el Camino Neocatecumenal, losFocolares, Hakuna y tantos otros, nos indican que el Espíritu Santo se derrama sobre la Iglesia y la vivifica. Ser consciente de esta acción que viene de lo alto nos dispone para acoger con amor la acción divina en nuestros corazones: el gran Consolador quiere consolarnos, quiere sanar los corazones heridos, quiere dar una nueva vida a lo que yace en semimuerte. Acojamos con cariño el amor de Dios que se desborda en nuestros corazones por la acción del Espíritu. Un bello testimonio se encuentra en las palabras del patriarca Atenágoras:

Atenágoras, Chiesa Ortodossa e futuro ecumenico. Dialoghi con Oliver Clément, Brescia 1995, pp. 209-21.

«Es indispensable llegar a desarmarse.
Esta es la guerra que he combatido. Por muchos años.
Y ha sido terrible. Pero ¡ahora estoy desarmado!
No tengo ya miedo de nada,
porque el amor vence el miedo.
Estoy desarmado de la voluntad de hacerla prevalecer,
de justificarme a costa de los otros.
No estoy ya más en estado de alerta,
celosamente apegado a mis riquezas.
Acojo y comparto.
No valoro excesivamente mis ideas,
mis proyectos.
Si me presentan otros mejores,
los acojo con gusto.
O más bien, no mejores, sino buenos…
Lo sabéis, he renunciado al comparativo…
Aquello que es bueno, verdadero, real,
en cualquier parte, es lo mejor para mí.
Por eso, no tengo miedo.
Cuando ya no se posee nada,
ya no se tiene miedo.
¿Quién nos separará del amor de Cristo…?
Pero, si nos desarmamos, si nos despojamos,
si nos abrimos al Dios-hombre
que hace nuevas todas las cosas,
entonces es Él quien cancela
el pasado perverso
y quien nos restituye
un tiempo nuevo
donde todo es posible».

El Espíritu de Dios ha actuado en el Patriarca y quiere actuar en nosotros: Aquello que es bueno, verdadero, real, en cualquier parte, es lo mejor para mí.

  1. Es interesante también promover un círculo de testimonios donde se ve la mano silenciosa pero eficaz del Espíritu Santo en las más diversas circunstancias de la vida: esto son nuestros retiros testimoniales que hoy vivimos. En ellos vemos la acción del Consolador, en nuestras pequeñas y, a veces, maltratadas, vidas. Testimonios son en especial los mártires, testigos cualificados de Cristo.

«El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia -nos dice Juan Pablo II-. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso, el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar». Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio 32.

Cuanto ayuda, finalmente, en la vida espiritual anotar las luces y mociones que este divino Amigo nos regala, para discernir el camino de la Voluntad de Dios en lo concreto de la vida ordinaria, y constatar los frutos que el Divino Huésped nos otorga en orden a la propia santificación y a la edificación de la Iglesia.

P. Octavio Ortiz de Montellano, LC